Rebelión contra las estatuas: ¿reescribir la historia?
Escena 1: Colombia y los monumentos
El furor y la discusión alrededor de la rebelión contra los monumentos se ha expandido de Estados Unidos a otras partes del mundo. Poco a poco otros símbolos del pasado, además de los personajes esclavistas, han entrado dentro de los cuestionamientos: desde Cristobal Colón como estandarte de la colonización, hasta el misionero Juan Junipero Serra, por haber participado en el genocidio contra los indígenas. Cuando tumbaron su figura el Arzobispo de San Francisco, California, el Monseñor Salvatore Cordileone, encabezó un rezo del Santo Rosario y realizó una oración de exorcismo, pues argumentaba que en ese espacio había tenido lugar un acto de sacrilegio. “El mal se hizo presente aquí”, sentenció.
Luego de tres años y de unos 843 millones de pesos, el año pasado se terminaban de arreglar, limpiar y restaurar alrededor de 190 monumentos en la capital. “En Colombia tenemos es bustos y cosas pequeñas que no nos generan ninguna identidad o arraigo histórico”, explica Julián Osorio, historiador de la Universidad Nacional de Colombia, Doctor y magíster en Patrimonio Cultural de la Universidad de Huelva España. Y agrega que eso se puede ver en muchas de las representaciones de Simón Bolívar, de los Reyes Católicos o del mismo general San Martín: todos rayados y grafitiados con mensajes alusivos a determinada coyuntura política.
El historiador argumenta que ni monumentos indígenas u otros corren con una suerte diferente, y “fuera de eso hay una nueva monumentalidad o estatuas contemporáneas que son una forma de rellenar espacios públicos sin un contenido histórico o artístico”. Hay, para Osorio, casos excepcionales donde ha habido una resignificación del espacio, como sucede en la plaza Botero al frente del museo de Antioquia, “donde los vendedores informales y las trabajadoras sexuales protegen y se sienten identificadas con este tipo de estatuas, que son artísticas o que tienen otro valor y connotación histórica”.
Para Osorio, sin embargo, desde la celebración del V Centenario, ha habido una relectura por parte de los grupos indígenas y campesinos en América Latina, que hace unos 20 años empezaron a tener como objetivo pensar estos símbolos de poder. Tumbar o no una estatua, o un monumento, es solo una pequeña parte del debate que de cualquier manera nos toca.
Escena 2: De estatuas y monumentos
La ciudad de Palmira, en el desierto de Siria, prosperó durante siglos como un oasis para las caravanas en la ruta de la seda, aquella red comercial que en el siglo I ya conectaba las ciudades costeras del Oriente Próximo con el Imperio chino. Los mercaderes palmireños se enriquecieron con los impuestos y la protección de los visitantes que se dirigían al Éufrates y el golfo Pérsico, al tiempo que estos fueron dejando en la ciudad marcas culturales fenicias, babilónicas, árabes y cananeas. El autoproclamado Estado Islámico se tomó Palmira en varias ocasiones entre 2015 y 2017. Y aunque los fundamentalistas yihadistas se comprometieron a dejar intacto el patrimonio, luego de una toma, tras ejecutar públicamente al arqueólogo Khaled al-Asaad, empezaron a dinamitar los monumentos de la ciudad: templos como los de Bel y Baal Shamin, el Tetrapylon o el arco del triunfo.
En una entrevista del The New York Times a Erin L. Thompson, la historiadora de arte explicaba que “una estatua es una apuesta por la inmortalidad. Es una forma de solidificar una idea y hacerla presente a otras personas”. En este sentido no se trata de las piezas en sí mismas, sino del punto de vista que representan, la visión y la versión de la historia que afirman y hacen pública.
Explicaba también, en esta entrevista, que en la Grecia antigua, los principales monumentos eran de bronce, por lo que casi ninguno sobrevivió: “tan pronto como los regímenes cambiaron, tan pronto como hubo guerra, tan pronto como alguien pudo robar la estatua, ésta se derritió y se convirtió en dinero o balas de cañón o en la estatua de otra persona”. La historia es de pasados cambiantes donde “la destrucción es la norma y la preservación es la rara excepción”, sostuvo Thompson.
No es gratuito que en algunas estatuas del antiguo Cercano Oriente, de los Reyes Asirios, estén talladas maldiciones como "el que derribe mi estatua, déjelo sufrir por el resto de su vida". Destruirlas ha sido una estrategia de rebelión de muy vieja data que ha perdurado a través del tiempo. En Nueva York, el 9 de julio de 1776, el general George Washington, primer presidente de Estados Unidos y sus tropas, junto con cientos de ciudadanos, luego de la lectura de la Declaración de la Independencia, tumbaron la estatua de dos toneladas del Rey Jorge III en Bowling Green. Cuenta la historia popular que esta fue enviada a una fundición de Connecticut para fabricar 42.088 balas.
En el caso particular de América Latina, como explica Julián Osorio, las estatuas tienen que ver en buena medida con el periodo colonial. Los símbolos que se erigieron en la creación de estos nuevos países han persistido históricamente y no han sido muy criticados o no han tenido una revaloración histórica, quedando como imágenes del orígen de las inequidades sociales y culturales de estos países. “Los 300 años del imperio español y portugués, y también la presencia británica y francesa, generó unos conflictos étnicos con indígenas y con afrodescendientes donde la supremacía colonial de los europeos se manifestó a través de mucha violencia, de aniquilar culturas”, explica el historiador.
Por esto, para Osorio, lo más interesante es hacerle preguntas al monumento: ¿Por qué está ahí? ¿Quién fue el personaje que está representado? ¿Quiénes lo pusieron ahí? “Solo ese hecho nos da a entender muchas cosas de cómo funcionan los países, de cómo funciona la comunicación del conocimiento histórico y el cómo nos remitimos a la historia”, explica.
Escena 3: El símbolo de derribar
En 1956, manifestantes húngaros rodearon con un grueso cable de acero el cuello de la estatua de Stalin con el objetivo de tumbarla, al tiempo que otros tantos llegaban con diferentes herramientas para apoyar la labor. Mientras lo hacían pusieron un cartel sobre la boca del dictador que decía: “Rusos, cuando huyan no me dejen aquí”. Una hora después, la estatua de 25 metros cayó del pedestal. Las solitarias botas ancladas al cimiento fueron cubiertas con una bandera de Hungría, mientras que el escrito en bronce del dirigente comunista, que lo señalaba como maestro y mejor amigo de los húngaros, fue borrado del pedestal. Los revolucionarios cantaron "¡Rusia, vete a casa!", mientras escribían en los restos del monumento frases insultando al dictador.
Le preguntaban a Erin L. Thompson, en la citada entrevista del New York Times, sobre su opinión acerca de quienes comparaban las acciones en Estados Unidos con la destrucción de los monumentos en Palmira. La historiadora del arte respondió enfática que son contextos muy diferentes y que incluso se podría decir que corresponden a una motivación opuesta: en Palmira se buscaba excluir, en Estados Unidos pelear contra una exclusión. Afirmó que, aunque desearía que las cosas se dieran de otra manera, luego de décadas de protestas pacíficas contra muchas de estas estatuas, no pasó nada. “Si las personas pierden la esperanza ante la posibilidad de una solución pacífica, encontrarán otros medios”, sentenció.
Ángel Perea, investigador y crítico cultural colombiano, también explica que “intentos de llegar a consensos acerca de la eliminación de monumentos que glorifican a los verdugos de una parte importante de la población, y además de quienes iniciaron una sangrienta guerra fratricida exhibidos en el espacio público, han sido persistentes en el tiempo, aunque con poco éxito”. Y por esto hay ahora una “respuesta popular de los siempre oprimidos que es inevitable. Esta respuesta empujada por el consuetudinario desprecio a las demandas no es apacible”.
Atacar un monumento es un acto simbólico y debe ser leído dentro de su contexto. Julián Osorio, explica que lo que sucede en Estados Unidos es la acumulación de una cantidad de problemas socioeconómicos, derivados de una injusta repartición de la riqueza, de una opresión de minorías étnicas y de una política de racismo sistemática: “El ataque a las estatuas, que han representado el esclavismo, la supremacía blanca, es una forma de combatir todo este malestar acumulado [...] Es un ataque simbólico a estos símbolos de poder”.
Para Osorio la rebelión contra las estatuas es simplemente una de muchas otras manifestaciones que pueden ser violentas de manera física, o desarrollarse a través de expresiones como el arte o la música, que van a ir teniendo más impulso. “Si no se le pone atención puede inevitablemente llegar a niveles de violencia muchísimo más exacerbados”, afirma.
Escena 4: El presente de un símbolo
Luego de prenderle fuego a la cabeza, a mediados de junio de este año, manifestantes derribaron la estatua de George Washington en la ciudad de Portland, Oregón. Sobre el monumento caído se podían leer frases como “Colono genocida", "Estás en tierras nativas", "BLM" (Black Lives Matter) o "Big Floyd". También la fecha “1619”, haciendo referencia al año en que los primeros esclavizados fueron llevados a lo que ahora es Estados Unidos. Días después, también en Portland, manifestantes tumbaron la estatua del tercer presidente norteamericano, Thomas Jefferson. Frases como “Propietario de esclavos” y nuevamente el nombre George Floyd aparecieron pintadas sobre el bronce.
La doctora en historia Myrna Santiago, profesora en el Saint Mary's College en California, sostiene que la palabra clave en todo este debate que se ha dado en Estados Unidos, y que se ha expandido por el mundo, es celebrar: “Si fueran monumentos que memorializaran, que recordaran de manera sobria y seria la atrocidad que fue la esclavitud, la atrocidad que fue el genocidio contra los indigenas, sería otra cosa”, argumenta. Pero señala que se trata de estatuas que celebran hazañas de generales, coroneles y demás que defendieron a los estados esclavistas -los del sur- ante los estados abolicionistas -los del norte- durante la Guerra Civil de ese país.
Son muchas las señales que indican que, en una parte de la aristocracia sureña, se ha alimentado desde el siglo XIX la ideología de la supremacía blanca. “El nombre del movimiento, ‘La causa perdida’, es elocuente”, explica Ángel Perea: “La especie de doctrina impulsada por este fue inoculada a la población blanca sureña a través de poderosos instrumentos y artefactos, como la literatura histórica, los textos escolares, el cine, y las simbologías desplegadas en monumentos de exhibición pública pagados y/o sostenidos con dineros públicos. La cultura oficial también admitió el relato blanco sureño como parte de la historia oficial”.
La historiadora del arte Erin L. Thompson, en su entrevista con el New York Times, cita una investigación para la revista Smithsonian en la que descubrieron que en los diez años anteriores, los contribuyentes habían gastado al menos 40 millones de dólares para preservar monumentos y sitios confederados. También en 2018, cuando manifestantes derribaron la estatua de Silent Sam, un bronce de un soldado confederado ubicado en la Universidad de Carolina del Norte, la institución propuso construir un nuevo museo para trasladarla. Thompson explica que esto costaría más de 5 millones de dólares y casi un millón de dólares al año en mantenimiento y seguridad.
También para la historiadora Santiago los monumentos son solo una parte del entramado: “Los indígenas norteamericanos llevan muchísimo tiempo pidiendo que no se les utilice como ‘mascotas’ de los equipos de beisbol o futbol -‘Braves’, ‘Chiefs’, ‘Redskins’-, por considerarlo ofensivo, deshumanizante, irrespetuoso y racista”. Activistas afroamericanos han hecho una crítica a símbolos culturales presentes incluso en productos alimenticios como la miel “Aunt Jemima” o el arroz “Uncle Ben”. Para la historiadora, son cosas que terminan por reproducir el racismo y que, como algunos monumentos, deberían ser eliminadas.
Escena 5: La memoria
En el parque Muzeon, cerca al río Moscova en Rusia, fueron a parar las estatuas de los héroes destronados de la Unión Soviética. Yevgueni Ass, arquitecto del lugar, hubiera deseado poner las esculturas de espaldas a los paseantes, como castigadas, “para demostrarles que ya no queríamos mirarlas a los ojos”. A lo largo del camino unas alambradas de espino, unas formas redondeadas y sin rasgos recuerdan a las víctimas del régimen totalitario.
Una de las grandes preocupaciones que han surgido frente a la eliminación de monumentos es el de la memoria, no en un sentido de celebración sino de recordación. Por eso, para el historiador Julián Osorio, más que tumbar se deberían reinterpretar, resignificar e incluso intervenir artísticamente. Argumenta que cuando en los países ex soviéticos se decapitaron o tumbaron estatuas de Lenin, o de Stalin, porque sus acciones o su ideología señalaron un gran sufrimiento, no se buscó desaparecer los monumentos: “Era olvidar el sufrimiento, las guerras y conflictos que generaron. Era borrar una parte de la historia de esos países”, explica Osorio. Por eso las llevaron a “lugares vergonzantes afuera de la ciudad, en una chatarrería, enterrados en el piso y que solo se viera el busto, como una forma de resignificación artística e histórica de cómo esas sociedades se entienden actualmente y cómo entienden ese pasado”.
En definitiva, para Osorio, el riesgo es perder una parte de la historia que, aunque sea muy mala y dolorosa, debe funcionar como referente para caminar al futuro, de lo contrario queda una laguna y un vacío. “Somos de corta memoria y olvidarnos generaría un gran daño. Olvidar puede ser repetir: marginar y reprimir”, explica.
La historiadora Myrna Santiago comparte hasta cierto punto esta posición y la necesidad de que las personas vean los monumentos y se detengan a observarlos de verdad y a hacerles preguntas: ¿Qué representa esta figura? ¿Quién está de pie y quién está de rodillas? ¿Celebra algo? Ser más críticos con las piezas.
Sin embargo, en el caso que vive Estados Unidos, para ella y por la manera como están dispuestos, tumbar un monumento significa simplemente no celebrar más a ciertos personajes históricos en los espacios públicos, sin que signifique olvidar: “Todos estos personajes aparecen en los libros de historia desde la primaria, están en los museos, hay infinidades de películas, documentales, y obras de literatura sobre ellos. La memoria no se limita a los monumentos”, argumenta.
Esta acción directa y en cierto modo espontánea que está teniendo lugar en Estados Unidos, para Ángel Perea, incluso busca es restaurar una memoria que ha sido oscurecida y negada históricamente: “Es irónico que quienes manifiestan críticas a lo que llaman iconoclastia, invoquen la preservación de la memoria, como si de una parte quienes establecen la pertinencia de símbolos de poder hegemónico hubiesen pensado en la memoria como un bien colectivo y dada la historia”. Para él, con el derribamiento de un monumento que implica una arbitrariedad bien premeditada se produce, “es la activación de la memoria de los que Frantz Fanon llamó Los condenados de la tierra. Cuando cae una estatua como la del esclavista Edward Colson o un general confederado, no es precisamente el olvido, sino la memoria de actos que no viven en el pasado, de hechos que afectan de modo brutal las vidas de muchos hoy”.
Escena 6: Futuro del pasado
La escritora, editora y crítica Kadish Morris narra el siguiente relato, aquí resumido: en Bristol, Reino Unido, en el zócalo de donde cayó el monumento al comerciante de esclavos del siglo XVII Edward Colston, se erigió una estatua de la manifestante de Black Lives Matter, Jen Reid, sin permiso, sin consultar a nadie. En un principio el acto fue motivo de elogios, luego se supo cuál era la firma detrás de esta manifestación: el artista Marc Quinn e inmediatamente surgió el interrogante, ¿era hombre blanco y rico de Londres realmente el llamado a realizar este acto? El artista Larry Achiampong mostró su frustración con Quinn y otros artistas blancos que tratan el movimiento Black Lives Matter "como un jodido festival". Y para Morris, haya permanecido o no la escultura, Quinn ya había ganado los clicks.
Es importante resaltar que, como explica Ángel Perea, “la movida que hoy derriba monumentos no es un programa establecido por los activistas ni los movimientos sociales antirracistas y/o ‘descoloniales’, ni mucho menos un fin en sí mismo”. Es más bien “una estrategia coyuntural que llama la atención de modo radical a peticiones de rediseño de las políticas culturales, ciertamente una revisión del relato de la historia en el mejor sentido que la expresión pueda tener [....] La actitud no comporta una voluntad destructiva per se”.
David Blight, profesor de Historia en la Universidad de Yale, experto en la Guerra Civil, la Reconstrucción y Estudios afroamericanos, argumentaba en una entrevista para la BBC que librarnos de la historia es una fantasía, “no podemos purificar el pasado. Ni siquiera puedes purificar la memoria pública”, decía, “los seres humanos siguen siendo seres humanos. La condición humana todavía existe. Y nuestra historia, como la historia de todos los demás, está llena de tragedia y buenos finales”.
Julián Osorio dice que hay que tener en cuenta la manera como cambia nuestra percepción no solamente con los monumentos sino también con el arte, la cultura y el territorio: “Hace siglos un monumento podía significar un Dios o puede ser un lugar de encuentro para festejar un triunfo de un equipo de fútbol, como sucede con la Fuente de Cibeles y los festejos del Real Madrid”. Y precisamente por eso considera que hay que estar atento a las resignificaciones.
Los ataques actuales contra las estatuas son una señal de que lo que está en cuestión no es solo nuestro futuro sino nuestro pasado, como señalaba Erin L. Thompson. Y es claro que más allá de ese simbolismo, la transformación social requiere mucho más: “Estamos hablando de cambios económicos, de educación para las comunidades marginadas (todas minorías étnicas/raciales), de garantizar el derecho al voto (otra lucha muy fuerte), etc. También una lucha por la representación histórica en los libros de texto de la primaria y secundaria en Estados Unidos desde hace décadas”, argumenta Santiago.
Ahora, es claro que está el derecho a debatir cómo queremos que nos represente nuestro paisaje conmemorativo público. Y para eso hay que observar y preguntar. Tener en cuenta, como escribió el historiador y periodista David Rieff, que todo será olvidado tarde o temprano, y reconocer que muchas veces los ejercicios colectivos de rememoración histórica se parecen más al mito, por un lado, y a la propaganda política, por el otro, que a la historia. A la historia que cuando se “hace con propiedad siempre es crítica, y cuyas reflexiones, aunque de cuando en cuando puedan considerarse útiles para la sociedad en su conjunto, no pretenden ser instructivas”.