El consumo vertiginoso nos está devorando
La niña de 12 años se llama Valentina, agarra entre sus manos el control del televisor, lo enciende, ingresa a la aplicación, busca una película y la elige; paso siguiente, se dispone a verla: la deja rodar pero adelanta los créditos, no quiere ver la introducción. Luego, también adelanta intermitentemente fragmentos de la película, no quiere ver pasajes contemplativos, donde no hay acción.
Sebastián tiene 14 años, tiene entre sus manos un celular y navega en una plataforma de videos: busca su artista favorita, reproduce una canción y pasados 20 segundos, salta a otro video. Acto seguido, ingresa a una apliación paga de música: empieza a escuchar canciones y una tras otra, como un efecto robótico, escucha fragmentos pero ninguna pieza completa. Para ir más allá, muchos músicos se preocupan no por obras profundas sino por temas pegadizos que puedan viralizar en videos de 15 segundos a través de Tik Tok. ¿Nos estamos adecuando al futuro comportamental de los humanoides?
El actuar de Sebastián y Valentina lo practican muchos, no solo niños, también jóvenes y adultos. La presión de los tiempos actuales por optimizar “la vida” significa que se invierta el menos tiempo posible para la pausa o la contemplación. ¡Lo que se haga, debe ser productivo! Parafraseando al filósofo Buyng-Chul Han, no al juego, no a las narraciones, no a los ritos, no al pensamiento: eso quita tiempo y es improductivo para el expansivo modelo neoliberal del presente siglo.
El vértigo contemporáneo exige a las personas una acumulación de consumo: ver muchas series, por ejemplo, es otra prueba de ello. No hacerlo es como pertenecer a otro tiempo, estar desactualizado, ser de una escuela retro o dicho en otras palabras, estar pasado de moda.
Volviendo a Byung-Chul Han, lo subraya en su libro “La desaparición de los rituales”, cuando dice: “Las series gustan tanto hoy porque responden al hábito de la percepción serial… El régimen neoliberal fuerza a percibir de forma serial e intensifica el hábito serial. Elimina intencionadamente la duración para obligar a consumir más”. Es una presión por un constante update o actualización o, como dirían otros, estar en onda con estos tiempos. Y claro, es una opción, pero no la única. ¡Libre albedrío!
La dinámica de consumo actual se ha apoderado también de las alternativas para invertir el tiempo libre. Desde años atrás los centros comerciales han reemplazado para muchos la experiencia ritual del campo, el río y la montaña; la fiesta interna de leer un libro o visitar un museo.
Umberto Eco lo analiza en su libro “De la estupidez a la locura”, cuando reflexiona diciendo que “el progreso también puede significar dar dos pasos atrás”, una forma de retroceso.
Piensen, ¿cuántos centros comerciales se han construido en sus ciudades en los recientes quince años? En muchos casos, se han arrasado cientos de metros cuadrados de árboles para dar prioridad a una mole de concreto. El desarrollo y la generación de empleo podrán augüir muchos y ese, claro, es un punto de vista comprensible, aunque no es la razón de este texto. Y no sobra aclarar, tampoco es una posición ludista que se opone a los procesos productivos y de crecimiento económico.
En relación a lo anterior, la idea de progreso debería poner la mirada en las personas y sus necesitades vitales y no, como pasa hoy, en su poder adquisitivo. No todo el progreso es material, aunque el capitalismo del siglo XXI es tan voraz que hasta a la vacuna del COVID-19 pueden acceder primero los países ricos...
Al igual que Valentina y Sebastián, la sociedad actual debe considerar la pausa, dando cabida a la otredad, respetando los ritmos y los tiempos de cada quien, propiciando el goce contemplativo y el silencio. No todo es mercancía, pues como dice Byung-Chul Han en otro de sus libros llamado “La sociedad del cansancio”, “las obras de arte eran originalmente manifestaciones de la vida intensa, sobreexcedente, rebosante. Hoy se han perdido por completo las intensidades de la vida. Han cedido paso al consumo y a la comunicación”.
La vida cambia, claro, los tiempo mutan —¡y qué bueno que eso sucede!—, pero sigue siendo esencial detenerse, apreciar y decidir sobre lo que nos gusta o no, porque la vida está más allá de un mundo artificial moldeado por los algoritmos y por las tendencias “sociales”.