‘¡Oye, mi perro!’: recordando la esencia callejera de Pandillas, guerra y paz
A sus 17 años, Richard soñaba con ser doctor. Su madre, prostituta a escondidas, trabajaba día y noche para que lo lograra a través del estudio. Al fin y al cabo, a pesar del adverso contexto de su barrio, era algo probable siendo uno de los mejores alumnos de noveno, pero todo fue cambiando el día en el que después de llegar tarde a clase y de hablar con su amigo Mateo, este le dijo, entre risas, una contundente frase: “es mejor ser casposo que juicioso”.
Sin saber que esa premisa se convertiría en una especie de condena, poco a poco Richard fue dejando el estudio, su sueño de ser médico y se adentró en un oscuro mundo criminal al que fue conducido por Mateo, quien a su vez, siguiendo los pasos del capo del microtráfico del barrio, Javier que venía de una comuna en Medellín, abrió el primer mercado de drogas en su colegio. Así, tanto él como todo su grupo fueron hundiendo con el tiempo a los suyos, a su escuela y a su localidad en un hueco difícil de salir dominado por una guerra de pandillas, droga y poder, convirtiéndose en una de las bandas más peligrosas de Bogotá.
Así, con una historia que empezó a producirse desde 1999 bajo la dirección de Gustavo Bolivar y que terminó en 2009 con la realización de Alfredo Tappan, quien desafortunadamente falleció esta semana, Pandillas, guerra y paz representó, tal vez con la infalible fórmula del uso de actores naturales una forma de ser y pensar de miles de jóvenes que naciendo en difíciles contextos marginales, carentes de una idea de un futuro prometedor, optaron por el camino de la ilegalidad.
Bajo un horario premium, transmitido originalmente por Canal Uno y más tarde por RCN, sus historias irrumpieron con toda la romantización de lo que puede significar en el imaginario colectivo, pertenecer a este rango poblacional. Convirtiéndose en la antítesis de series extranjeras donde los privilegios abundan, como Rebelde o Patito Feo, también de los dosmiles, con un gran apogeo dentro de la audiencia nacional y con relatos de jóvenes en sus génesis, Pandillas se convirtió en una bandera de las identidades subrepresentadas de nuestro país.
“Oye, mi perro, ¿nos llevas a la U de las Américas?”, es por ejemplo una de esas frases que se ha robado la atención en varios videos y memes virales durante más de treinta años después de emitida la serie y justamente podría ejemplificar este punto. Aquí Mateito, como burlándose de la clase dirigente de nuestro país, engaña a un taxista mientras se hace pasar por gomelo para que no se rehuse a llevarlo ni a él ni a Richard en su carro. Esto, mostrando una vez más lo que a muchas series se les escapa para hablar de juventudes: una perspectiva de clase.
En una entrevista al actor que interpretó a Mateo, John Alexander Ortiz, hoy pastor, dijo: “en todas partes le dicen a uno ñero. Sobre todo porque las personas se quedan con los personajes que marcan su vida. Le dicen ñero a uno no porque lo vean como un ñero, sino porque no se acuerdan del nombre de uno ni el del personaje, entonces dicen "¡Eh ñero!, venga ñerito tómese una foto conmigo, ¿si?".
Y es que justamente quizá el punto más importante de esta serie que alcanzó altos niveles de audiencia y que hoy en YouTube, en fragmentos que han sido puestos a disposición de la gente, recibe comentarios nostálgicos de miles de personas que afirman cuánto los marcó , es que esta verdaderamente traza una línea muy delgada con la realidad y cuenta con muy poca o con una nula corrección política.
En una entrevista transmitida en un canal cristiano, Ortiz afirma que los tres disparos que recibió por fuera del set y que quedaron grabados en la memoria de muchos colombianos y acabaron por un tiempo con la movilidad de sus piernas ocurrieron porque justamente una persona confundió la realidad con la ficción. “Un pelado de unos 15 años se montó tanto en la película que me disparó saliendo de un bar”, cuenta el actor, quien también reflexiona sobre la malicia de su personaje y cómo Dios lo ayudó a volver a caminar.
Esto, dice, ocurrió para que se alejara de ese mundo con el que se identificaba tanto a través de su personaje. Y es que como Mateo, en todo el programa hay personajes que matan a sus familiares, que entran a rehabilitación, niños que roban y jóvenes que hacen lo que sea para sobrevivir. Personajes tan repudiables como amados porque justamente representan las dicotomías y los dilemas de vivir en contextos curtidos por la violencia de las ciudades.
Acá los personajes también hablan de “perro”, “ñero”, “gonorrea”, algunos le dicen a las mujeres “ruca”, “mami”, las piropean, les dicen lo buenas que están de frente y les hacen comentarios de doble sentido. Es un retrato fiel, poco editado, de lo que a veces no nos gusta ver, ese sello característico de producciones populares y criticadas en las que ha participado Bolívar, que en definitiva, se roban las miradas y las atrapan.
Y justamente por el contenido tan explícito fue que quizá surgieron en su momento varias discusiones sobre el impacto de la misma. La pregunta de fondo era si Pandillas, guerra y paz era una apología a la violencia o simplemente un reflejo de la realidad colombiana. Y aunque hubo muchas opiniones y de ahí se tomó la decisión de que los menores de edad debían verla siempre acompañados de un adulto porque podría de cierta forma ser pedagógica para realidades a veces invisibles, lo cierto es que duró dos décadas punteando alto en la televisión.
Y eso, lejos de ser un motivo de vergüenza, puede ser un motivo de orgullo. Una especie de revolución en pequeño, un Rodrigo D: no futuro desinteresado en lo estético. Pues mientras Carlos Alberto Franco en Padres e Hijos, sumido en la corrección política de una familia de clase media bogotana aleccionaba a la audiencia sobre cómo ser un buen ser humano, Mateito y sus amigos le mostraron al mundo cómo era eso de sobrevivir bajo la ley del más vivo, sin miedo a nada, ni siquiera a la muerte o a las balas.