El desastre de Woodstock 99 no fue por culpa de Limp Bizkit
A lo largo del siglo XX existieron dos épocas particularmente descabelladas, fiesteras y hedonistas que se sintieron con fuerza sobre todo en occidente. A principio de siglo en la década de 1920, conocida históricamente como “los locos veinte”, y a final de la década de 1990, la cual algunos prepotentemente nombraron la década del final de la historia.
Ambos periodos se dieron en un momento de cambio y bonanza para las potencias occidentales. El primero sucedió entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y antes de la Gran Depresión económica que sufrió Estados Unidos. Fue una década de alto crecimiento económico y libertad. El jazz, un nuevo sonido, llegó para poseer los cuerpos con sus delirantes acordes. En Europa los movimientos artísticos conocidos como las vanguardias desafiaron todas las nociones estéticas y crearon nuevas formas de comprender el arte y la belleza.
El inicio de siglo trajo un campo abierto para perder la cabeza, pero al tiempo nuevos discursos totalitarios y represivos como el facismo comenzaron a hacer eco y derivaron en uno de los momentos más sangrientos y violentos de la historia reciente.
El segundo periodo también llegó en un momento de cambio sin precedentes. En Europa la caída del muro de Berlín y el final de la Unión Soviética creó un patio de juegos lleno de posibilidades para millones de personas y en Estados Unidos se gozaba de los réditos económicos que dejó la década de los 80 y su bonanza económica. Los cambios de paradigma dieron paso a lo que hoy se conoce como postmodernidad y la hiperconexión unió al mundo como nunca. La inmediatez y el hedonismo empezaban a sonar con fuerza en una juventud que como en cada época, empezó a experimentar con el arte y la música.
El boom de la electrónica y el inicio de los raves, la colada del nu-metal y el neo punk en la industria comercial, el pop en su máximo esplendor comercial expresado en las artistas perfectas tipo Britney Spears o en las boy bands como Backstreet Boys, daban sentido a una época también turbulenta y violenta, pero llena de excesos.
En la mitad estuvo lo que de alguna forma amalgamó ambas épocas, los 60. Contrario a lo que muestra la cultura popular, fue una década de disrupción más que de pasarla bien. La rebeldía de las vanguardias y la lucha contra el fascismo creó varios frentes contraculturales en todo occidente que empezaron a tomar acciones más radicales.
La Guerra Fría comenzaba a desarrollarse con más fuerza y revoluciones como la cubana y la sandinista en Nicaragua intranquilizan a Estados Unidos que no lo estaba pasando bien con la Guerra de Vietnam. Además, en el marco de la lucha por los derechos civiles, se crearon organizaciones antisistema de acción popular como Black Panthers y Young Lords. También surgieron influyentes líderes políticos y religiosos como Martin Luther King y Malcom X, asesinados por sus posturas.
Al tiempo crecía una generación que enfrentó un mundo realmente distinto. Antes de los 50 no existía el concepto de adolescente. Esto surgió por un fenómeno llamado baby boom, que definió a la generación que nació entre 1946 y 1964, años que experimentaron altas tasas de natalidad. Además, luego de la segunda guerra mundial, Estados Unidos entró en su era dorada, la cual se basó en la producción y sobre todo el consumo, así que como estrategia de mercado se empezó a apuntar a dos focos de la población que no habían sido explorados del todo, las mujeres y los nuevos jóvenes.
Las contraculturas y la industria del espectáculo, comenzaron a crear los estereotipos de la rebeldía, como por ejemplo los personajes de la película Rebelde sin causa (1955), los rockeros que llegaron a quemarlo todo y algunos pensadores como Timothy Leary se pusieron a experimentar con sustancias psicoactivas y trajeron nuevos mensajes de unidad y cuestionamiento de la realidad.
Pero tanto cambio también generó un contrapeso. Al tiempo que se rompían los viejos cánones, comenzó a aflorar una crisis cultural, económica, social y espiritual que sumado al hedonismo dio como resultado la cultura hippie. La cual por un lado alzó un mensaje muy revolucionario de paz y amor; que generó una serie de expresiones muy influyentes y políticas, pero al tiempo se vio permeada de las clásicas formas de control capitalistas y patriarcales que permitieron que, principalmente hombres blancos, le quitaran toda la revolución al discurso que terminó siendo una excusa para abusar física y sexualmente de muchas personas.
Woodstock 69 conjugó todo este movimiento: lo bueno y lo malo. Estos famosos tres días fueron un milagro en el que la gente realmente se unió para vivir en paz, pero hubo un lado oscuro en el que se registraron muertes, violaciones y abusos. Nada es tan lindo como lo pintan, ni tan malo. Todo tiene un contraste y las producciones documentales Woodstock 99: Peace, Love, and Rage (2021, HBO) y Trainwreck ’99 (2022, Netflix) nos muestran una suma de voces y rostros que nos ayudan a entender por qué el infame Woodstock 99 salió tan mal.
Ambos documentales unen los testimonios de asistentes, artistas, medios de comunicación, miembros de la producción y la organización, quienes a punta de imágenes de archivo cuentan este desastre. Lo más interesante es que estás producciones llegan a romper algo que se ha dicho por años: este fracaso fue culpa de las bandas, principalmente de Limp Bizkit.
Tras ver ambas propuestas hay dos conclusiones grandes que pueden llegar a explicar lo que pasó. En los 90 ya no existía el concepto de paz y amor. Los 60 tuvieron un fuerte sentido de comunidad y unión, para el final del siglo el neo liberalismo y el comienzo del capitalismo salvaje y la digitalización empezaron a catalogar a la personas en nichos, lo que hoy vienen siendo los algoritmos. Esto a su vez empezó a aislar a la gente y bajo la lógica del individualismo, toda la juventud comenzó a sentirse desconectada de sí misma.
Tres décadas antes los cantos eran de protesta, de gozo, de exploración, para los 90 eran gritos desgarradores del alma o odas a los excesos. Y claro que había música rebelde y contestataria, pero también pasó que para el final de la década, el metal y el punk llegaron a lo más alto de las listas comerciales y la industria coptó estos discursos y cambió la lógica de portarse mal y desobedecer como un acto político, de desafío al status quo que impulsara un cambio, por el de simplemente ser un patán buscando dar vía libre a todos sus deseos, sin importar las consecuencias.
Además, tras la caída de la cortina de hierro, lo que llaman el american way of life, se empezó a vender como una victoria. La lógica cultural del hombre blanco, escandaloso, dueño de todo, violento, hiper sexuado y tramposo se volvió la norma y el deber ser. Eso se ve claramente en los videos de ambos documentales.
Un montón de tipos presumiendo sus músicos, negándose a ser adultos y mostrando por qué ser un macho es lo máximo. La fuerza y la voracidad como la regla, es la lógica del imperio, del que conquista a la buena o a la mala y como está en lo correcto todo lo que está alrededor impulsa este sentimiento.
La segunda conclusión es que la codicia y el desdén de los organizadores crearon una fórmula muy volátil. El deseo de revivir Woodstock fue meramente comercial, en ambas producciones los organizadores hablan de la idea de devolver ese sentimiento original y celebrar lo que dejó los 60, pero es mentira. Cualquiera luego de ver lo que fue Woodstock 94, que no salió ni bien ni mal, pero no fue la gran cosa, hubiera pensado que el festival cumplió su ciclo, pero no, Michael Lang, uno de los cerebros de los tres encuentros, necesitaba seguir con su juego, tal vez por plata, por demostrar un punto, por ingenuo, sea como sea, decidió apostar y perder.
Todo estuvo mal con la organización del festival del 99: una base aérea militar en medio del verano, mala logística, un equipo de seguridad amateur, condiciones miserables y altísimos precios para todo, enfurecieron de a poco al público llevado por la euforia.
Además en aquel entonces no se hablaba de consumo responsable ni de cuidado y básicamente no se hablaba porque esa vorágine salió a exorcizar sus demonios más reprimidos a punta de gritos y golpes.
Muchos dirán que el cartel fue muy pesado, que incitaba a la violencia, que las bandas eran muy peligrosas, y sí, Fred Durst siempre se ha mostrado como un patán arrogante, pero echarle la culpa a los artistas es moralista e irresponsable y también es lo más fácil.
Antes de Woodstock 99 se habían hecho festivales rockeros enormes y no pasó nada remotamente parecido. La cosa es que esta fiesta la vendieron como el bacanal del siglo y todo el mundo compró esa idea.
Artistas, productores y asistentes se unieron en torno a la idea de que iban a poder hacer lo que se les diera la gana, que no había reglas, ni consecuencias, que en pos de la paz y el amor todo iba a ser posible y la armonía iba fluir. No había necesidad de nada porque la gente solita se iba a tomar de las manos y ser felices. Pero en el corazón de una sociedad reprimida, poco crítica y sin ninguna noción de autocuidado, que una empresa privada venga a quitar las reglas de esa forma, solo podía terminar en un desastre.
Lo que le faltó a Woodstock 99 fue una verdadera lectura de época, una convicción política y el criterio, o la sutileza, para no venderlo como un gozo corporativo, porque a la larga eso son la mayoría de los festivales. En ese momento recién se estaba pensando en el concepto de formar públicos, de tratar la salud mental y de repensarnos como seres de un mismo colectivo. Pero lo bueno de todo este desastre es que para bien o para mal se tomaron apuntes y mejoró.
Desde entonces se hacen festivales mucho más grandes y variados y algo así de espantoso nunca se ha vuelto a ver. Sí, aún existe violencia, consumos irresponsables, sed de dinero y abusos, pero también se ha construido la noción de cuidar del espacio y de las personas. Tal vez una lección que nos ha dejado la pandemia sumada a estas últimas dos décadas de encuentros musicales, es que el público debe apropiarse de los festivales e incidir en cómo estos se desarrollan.
También el simiesco comportamiento de miles de personas a lo largo de esos tres días, ahora es cuestionado por una nueva generación que al igual que la de los 60, está llegando a destruirlo todo y se está alzando contra los discursos de odio que hoy pululan en el mundo que cada día se vuelven más peligrosos. Lo curioso es que buena parte de esa generación de los 90 que vivió todo lo bueno y lo malo de la época, ahora se muestra cerrada y agresiva con el cambio, lo cual se suma a la lista de fracasos de Woodstock.
Hoy hay que entender que el mundo es distinto y que este tipo de experiencias nos marcaron como sociedad global. Fue una lástima que este festival saliera tan mal y sigue siendo una lástima que los organizadores sigan sin admitir su culpa y asegurando que lo hicieron todo bien, porque eso se ve en los documentales. Pero a la larga ha servido para reflexionar sobre la forma en la que festejamos y los límites de nuestro descontrol.
Porque todo puede volverse muy desenfrenado e intenso, siempre y cuando no sea a través de la violencia y abuso. Pero la crudeza de esos años también es muy necesaria, junto a sus mensajes de rebeldía y de furia. Woodstock 99 fue una rabia mal encaminada y desperdiciada, hoy la misma rabia puede crear algo maravilloso y hasta más trascendental que el festival original. Solo el tiempo dirá si se aplica los aprendido, pero eso sí, ojalá nunca se vuelva organizar ningún Woodstock