La historia del misterioso Museo del Ser Humano
— ¡Me caí! ¡Me empujaron! Ellos me empujaron. Ves, es mejor que vayamos saliendo y acabemos— me dice asustada la señora Melba mientras se incorpora del piso del pequeño auditorio que hay al fondo del museo.
— ¿Estás bien?
— Sí, sí, pero igual vayamos saliendo—.
— ¿Podemos hacer unas últimas tres preguntas rápidas y ya?— le digo con desconcierto y curiosidad.
— Claro que sí, pero hagámoslo en esta otra salita.
— Dale, gracias.
— Espérense un poquito, ya casi nos vamos, tranquilos, tranquilos— suplica Melba como hablando con las paredes y el techo, y como si yo supiera de qué se trata todo me suelta una sonrisa nerviosa.
Era el año de 1973 cuando el Dr. Alfredo León Fernández, un anatomista, morfólogo, médico pediatra y profesor, inauguraba las salas del Museo exposición el hombre (que después pasaría a llamarse Museo del Ser Humano), un lugar que por años ha llamado la atención de los bogotanos por sus impresionantes piezas de fetos malformados, cabezas humanas conservadas perfectamente, manos y piernas momificadas, entre otras dantescas obras.
Años antes, mientras el Dr. León se desempeñaba como docente de anatomía y embriología, sus instrumentos pedagógicos eran los libros en latín; láminas de dibujo de las células y del cuerpo humanos como el Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci; entre otros. En esa época no había muestras o piezas con las cuales él pudiera enseñarle a sus estudiantes con mayor profundidad sobre la biología humana, por esa razón asumió que si no existían tales modelos anatómicos él los crearía.
Entonces empezó a indagar y a asesorarse con sus profesores y con otros profesionales; leyó, se documentó, investigó sobre la momificación egipcia y sobre los diferentes procesos de taxidermia, hasta que después de muchos ensayos y errores su mente visionaria logró una técnica que aún sorprende a los visitantes de su museo.
Los procedimientos para la conservación de tejidos que implementó iban desde la momificación, a la diafanización, inclusión en acrílico, corte, tinción de tejidos, a la inyección-corrosión, hasta la plastinación.
Así fue que el Dr. León empezó a tener reconocimiento como científico y a ser llamado por muchos hospitales y particulares que le ofrecían, anónimamente; sin nombre, ni lugar de procedencia y mucho menos con historial clínico, partes de algunos cadáveres para su estudio, antes de ser cremados.
Fetos, cabezas, brazos, piernas, torsos, órganos y muchas más piezas fueron llegando año tras año hasta que se formó la primera colección que constaba de alrededor de 90 piezas. Esta exposición ganó un premio en 1968 en la Feria de la Ciencia en Corferias, como única en su género.
Fue a partir de ese momento que el gobierno de entonces y sus diferentes ministerios voltearon su mirada a la exposición y le dijeron al Dr. León que esa colección debía ser vista por muchas personas, que desde entonces esas piezas ya no serían suyas sino para el país, y que debían ser exhibidas en el museo que hoy conocemos.
Familia, futuro y misterio
Alfredo León Fernández nació un sábado 9 de junio del año 1934, en el municipio de Pacho, Cundinamarca. Desde pequeño se destacó por ser un ratón de biblioteca, un niño muy interesado por el mundo de la ciencia. Cuando se graduó como bachiller en 1953 inició su carrera profesional de medicina en la Universidad Nacional de Colombia. Gracias al servicio militar que había realizado obtuvo méritos que le facilitaron el proceso de ingreso sin necesidad de presentar ningún tipo de examen.
Sus dos hermanas se encargaron de financiar su universidad y a partir del segundo semestre recibió una beca que sostuvo a lo largo de su carrera profesional, la cual culminó en 1960 cuando recibió el grado de doctor en medicina y cirugía de la Universidad Nacional, institución donde también realizó una especialización en pediatría que finalizó en 1964.
Su interés por la morfología, la embriología, la pediatría, la morfofisiopatología y la anatomía en general se la sucedió a su familia, en especial a su hija Melba, quien creció rodeada de un ambiente lleno de libros y de discusiones sobre las lecturas que realizaban en casa.
Lo que no sabían es que aquella casa familiar ubicada en el barrio Santafé, en la localidad de Mártires, justo detrás del Cementerio Central; en la que Melba se crió oyendo términos médicos desde muy pequeña, pues su padre la instruía en campos como la anatomía, se convertiría en un museo que albergaría perturbadoras piezas que no solo trascenderían físicamente sino que se convertirían en un mito urbano por décadas.
— Para mí pues eran mis compañeros de infancia. Yo los veía ahí prepararse y todo, yo no sentía nada. Pero ya este último tiempo es tan evidente— me responde Melba cuando le pregunto sobre las presencias con las que habla.
— O sea ustedes ahorita se van, y yo les agradezco a ellas, a ellos y cierro el ciclo y me voy o si no, ¡no nos dejan salir! O vuelven y me empujan— continúa diciendo un poco alterada.
Y es que desde que se entra al museo Melba recibe a los visitantes con un saludo y una sonrisa, e inmediatamente con una mano sobre el hombro de las personas, cierra los ojos y pide autorización a las entidades, que según ella habitan el museo.
— Las entidades de acá del museo nunca se han comunicado conmigo. Yo no les tengo tampoco prevención de nada, pero fíjate lo que acaba de pasar.
— ¿Siempre ha sido así?— Le pregunto.
— Siempre.
Según Melba, quien estudió educación especial y fonoaudiología, después de que grabaran en el museo un programa paranormal dirigido por Rafael Taibo y Ayda Valencia, pudo comprender mejor qué entidades se han ido, han llegado y permanecen en el lugar.
Para ella, estas son las causantes del electromagnetismo existente y de muchos sucesos extraños que ocurren en cada visita, como que los bombillos exploten de repente, que se quemen los celulares o empiecen a fallar, que la gente se caiga, entre otras experiencias que ha tenido que vivir.
De hecho, cuenta que antes las bombillas que iluminaban el museo eran grandes y antiguas, y un día que un grupo de personas visitó el museo ella les pidió que a la sala tres, donde se encuentran los famosos fetos con malformaciones congénitas, no ingresaran cámaras; sin embargo, una persona de esas no asistió a su recomendación y empezó a tomar fotos, cuando de la nada una de las bombillas explotó y los vidrios cayeron justo sobre la cabeza de Melba clavándose en su cuero cabelludo, haciéndola sangrar y teniendo que irse en ambulancia para el hospital.
— Se me está parando la grabación, mira. De la nada— le digo con incredulidad y al mismo tiempo con una especie de pasmo que me empieza a recorrer el cuerpo.
— Te la paran, están diciendo ya no más— me responde Melba sin titubear.
Tras la muerte del Dr. León después de sufrir un infarto en el 2020 a la edad de 86 años, su hija Melba es quien ha estado a cargo del museo y lo mantiene con vida. Unos años atrás había ido con su padre a una notaría y le había pedido que oficializara el traspaso del lugar a su nombre, para poder operar correctamente.
Y aunque fue difícil para el doctor, porque era el trabajo de su vida y no quería desapegarse de su obra, sabía que su legado no estaría en mejores manos, entonces firmó y le dijo “Mija, esto es suyo”.
El Dr. Alfredo León Fernández, no obstante, nunca dejó de trabajar y hasta los últimos días de su muerte, ya muy frágil, mantenía en su taller diseccionando tejidos y trabajando en sus últimas piezas.
A meses de cumplir 50 años del museo, el 3 de agosto, Melba sueña con su traslado a otro lugar de la ciudad, mientras tanto constantemente está guardando y sacando piezas para que nunca la exposición y la experiencia de los visitantes sea la misma, se ha convertido en una curadora experta de manera autodidacta.
Ha aprendido a respetar a las entidades que asegura permanecen en el lugar, les habla, les pide permiso, hasta las trata con un singular cariño, al final de cuentas ella es ahora su custodia.