Rosalía en Bogotá: pandebono y cinematografía centennial
Eh, yo soy muy mía, yo me transformo. Una mariposa, yo me transformo. Makeup de drag queen, yo me transformo. Lluvia de estrellas, yo me transformo, canta Rosalía en “Saoko”, la canción que abre Motomami, el álbum que lanzó en junio de este año. Y aunque parece ser un manifiesto sobre su habilidad para metamorfosearse, también funciona para explicar el inevitable y vertiginoso cambio del régimen de la imagen al que nos venimos enfrentando hace años de la mano de las nuevas tecnologías y que, por supuesto, tiene repercusiones sobre los conciertos; o mejor, espectáculos.
Ayer Bogotá, como parte del extenuante tour que viene haciendo la cantante española por el mundo, fue testigo de ese cambio de las reglas de juego de lo que hoy significa ser una estrella pop y pararse en una tarima. Contradictorio podría ser la palabra precisa para describir el show que se vivió en el Movistar Arena. En casi dos horas Rosalía demostró que esa ambigüedad que empezó a exudar con el Malquerer, el álbum que lanzó en el 2018 e incomodó a oídos cultos y puristas que no veían posible el matrimonio entre el flamenco y el reggaetón, es el sello de su identidad artística.
Su personaje está entre ser una cándida jóven que lanza miradas dulces a la cámara y habla con ingenuidad de su primer amor, y una mujer que derrocha sensualidad a través de su corporalidad. Con una cámara que la sigue durante todo el show, como si fuera más una película que un recital, ella muestra un personaje expuesto, pero al mismo tiempo emana un misterio que le hace contrapeso a esa constante exhibición. Detrás de ella no hay más escenografía que tres pantallas verticales, tampoco hay cambios de vestuario, el minimalismo parece ser la columna del show, pero al mismo tiempo sus canciones están cargadas de hedonismo. La cinematografía es el componente exuberante del perfomance. No hay una banda en vivo, pero rápidamente la idea de que es un show en el que la música está en segundo plano se desdibuja al tiempo que Rosalía canta notas imposibles, y se impone como la única que lleva la batuta en la tarima.
Las pantallas verticales, los videos en selfie, las canciones que no duran más de un minuto y que responden a la lógica del consumo digital, los guiones y actuaciones milimétricas, listas para convertirse en vídeos virales, los actos casi populistas del pandebono y la camiseta de Shakira, y los constantes guiños a las coreografías tiktokeras, logran que por momentos el show parezca ser un contenido creado con minuciosidad para la red social de moda. Una narrativa que su público calca con vehemencia. Lo anterior no es una rareza, mucho menos después de la transformación estética y comunicacional que vivimos tras la pandemia. Rosalía lo sabe. Rosalía lo aprovecha.
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