Menos líderes espirituales abusadores, más crítica social
Hay videos e imágenes que circulan en las redes y perturban y la del Dalái lama pidiendole a un niño que lo besara, entre risas y frente a un público expectante y cómplice, es una de ellas.
Aquí vemos al líder espiritual con una túnica y al niño en su regazo, sin su cara censurada. Luego, como si fuera un chiste, “su santidad” le pide un beso al menor, pero no cualquiera: con su lengua afuera le pide lamer la suya y acto seguido: ríe. Como si esa risa fuera la puerta de entrada a un juego, un juego macabro, esta da paso a una especie de delirio colectivo.
Un delirio en el que una de las autoridades con más credibilidad en el mundo, una figura que facilmente se puede comparar a la del Papa —ya que, para al menos 20 millones de practicantes del budismo tibetano, el es la encarnación de Avalokitevara, el patrono del Tíbet— tiene este gesto cuestionable, pero en el que nadie es capaz de frenarlo, porque sí, es “su santidad” y aquí se aprueba tácitamente al acosador con una risa, una sola risa que retumba en el espacio y da paso a la violencia.
Así, tal como ocurre una y otra vez, vemos cómo en nombre de la cultura, la espiritualidad, la religión, no solo se permite el abuso, sino que se celebra, se aplaude. Luego viene el escrache en redes sociales y después, un mensaje de parte del monje en donde pide disculpas, “su santidad desea pedir disculpas al niño y a su familia, así como a sus muchos amigos de todo el mundo, por cualquier dolor que sus palabras hayan podido causar”.
Lo cierto es que duele mucho ese acto violento camuflado de chiste o juego y esa reflexión escueta en la que no pareciera haber un entendimiento real de lo que significa abusar del poder.
Y aunque aquí el budismo está en la mitad de la ecuación, también hemos visto casos de abuso o acoso en otras tradiciones, como en el yoga con Bikram Choudhury a quienes miles de mujeres denunciaron por abuso; en sectas espirituales como la de NXIVM y Keith Raniere quien creó una red sexual difícil de desentrañar; en tomas de yagé con el chamán colombiano, Orlando Gaitán quien abusó de una niña y acosó a muchas mujeres o hasta en la misma Arquidiócesis de Medellín en la que el periodista Juan Pablo Barrientos investigó un largo historial de abuso a niños por parte de curas y sacerdotes.
La lista es larga y los ejemplos sobran, pero estos casos simplemente son una muestra de un fenómeno común y del que cada vez se está conversando más y en donde hay muchas similitudes entre sí. Aquí existe casi siempre un gurú, un semidios o una figura con autoridad a la cabeza cuya palabra es difícilmente cuestionada, también, cientos, miles o millones de personas que lo siguen y mucha sed espiritual. Además, relatos de superación personal y la dificultad de hablar abiertamente sobre lo que incomoda, sobre la injusticia, el delito.
Recordemos que antes del episodio del niño, el mismo Dalai lama en 2018, en medio de una crisis migratoria en Europa, dijo que ese continente debería ser para los europeos y que los refugiados deberían regresar a sus países de origen. En ese mismo año, reconoció públicamente que sabía de casos de abusos sexuales a menores de edad por parte de maestros budistas en la década de los 90 y se destacó su actitud sumisa frente al tema.
Pero, ¿por qué pareciera que es solo hasta ahora es que se pone la lupa sobre este tipo de conductas de las grandes cabezas de la espiritualidad de nuestros tiempos?
Quizá a veces la tradición o esos mandatos culturales y religiosos en los que vivimos son más fuertes que la voz interior que nos dice que algo no anda bien. Quizá, la voz está ahí, pero expresar la incomodidad ante figuras poco cuestionadas es lo que cuesta porque con ello no solo intentamos romper con las dinámicas violentas que existen, sino que inmediatamente después, quedamos exiliados del clan o la tribu a la que pertenecemos.
Quizá por eso, la respuesta de un niño que no fue apoyado por el público cómplice de una forma de acoso transmitido en todo el mundo. “Fue una experiencia maravillosa conocer a su santidad, a una persona con una gran energía y cuando recibes esa gran energía te sientes feliz”, dijo el menor.
Con esto no digo que no solo deberíamos prestarle más atención a las señales de incomodidad que sentimos, como la rabia o las ganas de quemarlo todo cuando algo violento está sucediendo, sino que en nuestros propios clanes o manadas, sean religiosos o de cualquier tipo, deberíamos darle más rienda suelta a la furia cuando tocan o vulneran a uno de los nuestros, sobre todo si está en una posición de más vulnerabilidad, como es el caso de un niño.
Y aunque esta tal vez sea solo una vía para que quienes lideran los grandes y pequeños cultos espirituales que hoy seguimos, reflexionen sobre su papel en el tipo de sociedad que queremos, lo cierto es que es urgente que lo hagan. Necesitamos líderes y autoridades espirituales que puedan preguntarse por el género, los derechos humanos y llevar a las enseñanzas espirituales, a veces abstractas en el día a día, nociones de justicia social no solo en el discurso, sino en su modo de comportarse con el mundo.
Solo así podremos crear espacios menos verticales y con más criterio. Espacios que nos permitan realmente politizar la espiritualidad y poder objetar cuando algo ande mal, espacios con menos fe ciega y más razones que nos permitan creer en un mundo y unos contextos que aboguen por los derechos fundamentales de todos.
En sánscrito por ejemplo el mantra “wahe guru” habla de la divinidad que nos habita a cada uno. “Estoy en éxtasis cuando experimento la sabiduría indescriptible”, más o menos traduce la premisa y con esta, como en muchas filosofías de oriente, se nos invita a conectar con la verdad que nos habita, esa que nos guía por dentro, aun cuando afuera ni la risa ni los aplausos ni la reaccion de quienes nos rodean y nos dicen amar tienen sentido.