‘Balada para niños muertos’: entre lo mitológico y lo humano de Andrés Caicedo
Los Ángeles 1973. Andrés Caicedo camina desolado por las ruidosas calles de esta ciudad donde no existe ningún ángel. Sus guiones fueron rechazados, está solo y frustrado. Deambula entre los teatros de cine maravillado por las películas que encuentra, pero a la vez vaga sin rumbo, con poco dinero y devorado por las luces de neón y los vicios que esconden. Nunca sabremos con certeza lo que vivió Caicedo en esos días, sólo podemos imaginarlo entregado la sordidez de ese infierno lleno de euforia y excesos donde empezó a escribir su obra más exitosa: ¡Que viva la música!.
Andrés Caicedo es muchas cosas: un mito, un genio, un visionario, un rockero, un escritor sobrevalorado, una influencia generacional, una pesadilla, un ideal, una sombra. Por eso nos obsesiona tanto su imagen y su historia. Es un misterio que amamos descifrar, incluso hay quienes lo aman odiar, pero sea lo que sea que se sienta por Caicedo, algo que nadie puede negar es que fue un personaje vital para la literatura y el cine colombiano.
El documental Balada para niños muertos del director colombiano Jorge Navas, Calicalabozo (1996), La sangre y la lluvia (2009), Somos calentura (2018), nos lleva a la intimidad de este hombre que dejó este mundo a los 25 años luego de consumir una sobredosis de pastillas.
Mucho se ha hablado de la vida y obra de Caicedo, y sin duda mucho se seguirá diciendo a lo largo de los años, pero esta película nos lleva a las entrañas de este enigma y nos presenta no solo a quienes fueron sus amigos y cómplices creativos, como Luis Ospina o Sandro Romero Rey, sino a también da voz a sus hermanas y se centra mucho en su relación que tuvo con la escritora y gestora cultural Rosario Caicedo, quien lo recibió en Estados Unidos, lo ayudó a traducir sus guiones y quien nos pinta una imagen muy amorosa y honesta de su hermano.
Gracias a este trabajo de investigación que duró más de tres años, conocemos a los padres de Andrés; su hogar de infancia, el cual está en ruinas y curiosamente sobre la fachada quedan las letras de un viejo aviso publicitario en el que hoy se lee la palabra "END"; vemos sus primos juegos literarios expresados en forma de cómics; el archivo con varios de sus textos; se nos presenta a dos hermanos que murieron muy pequeños; conocemos parte de su correspondencia; y aprendemos más acerca de este ser que en verdad era silencioso y retraído pero tenía una fascinación descontrolada por la autodestrucción y la belleza.
Otra de las fortalezas de esta película es que sigue el rastro de Andrés por varias locaciones: Cali, Bogotá, la casa de Rosario en Connecticut, Los Ángeles, pasan por el lente de la cámara y nos ayudan a unir los rastros de este fantasma que no solo amaba el cine y la música sino también del terror.
A través de imágenes de películas icónicas como La noche de los muertos vivientes (1968) y Drácula (1931), se explora está fascinación que era muy interesante porque rompía con los recatados protocolos de alta cultura de la época. Por ejemplo, pocas personas hablaban de Lovecraft en Colombia cuando Caicedo escribió guiones inspirados en su obra. Y mientras muchos se fascinaban por el Boom Latinoamericano, él buscaba inspiración en las cloacas del cine B y los cuentos de miedo, pero siempre uniendo esto a la realidad de violencia y horror que ha vivido el país.
Pero más que una oda a Andrés Caicedo, Balada para niños muertos, es una oda a la memoria. Caicedo es un espejo donde podemos ver parte de la esencia del país. En su corta vida logró canalizar el sentir de su época y lo que significó para él, y su círculo, ser y estar en este territorio. Ver a Caicedo es, para bien o para mal, vernos como sociedad, o por lo menos como una parte de esta. Uno de sus legados, y de todo el Grupo de Cali, fue ayudar a romper esa noción de la imagen única del país e invitarnos a entendernos a partir de las múltiples influencias que nos construyen y cómo estás nos marcan a través del tiempo.
Al mismo tiempo, el documental reflexiona sobre la fragilidad de esta memoria, cómo también nos construímos por instantes muy fugaces, que de no ser porque alguien guardó un afiche, grabó un video, tomó una foto o conservó algún documento, prácticamente no existirían más allá de los borrosos recuerdos de unas pocas personas.
Tal vez es por eso que Andrés Caicedo es un mito moderno, porque en verdad es un recuerdo colectivo, armado por retazos que cada construye y rellena con por significados propios que de alguna forma logran que nos encontremos como colectivo.