Bojayá: veinte años de un canto que resiste a la mala muerte
En un día soleado en la ciudad de Cartagena, el entonces presidente Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño, número uno de las antiguas FARC, usaron dos proyectiles convertidos en bolígrafos para firmar el Acuerdo de Paz. Ese 26 de septiembre de 2016, frente a trece presidentes latinoamericanos, veintisiete cancilleres de distintos países, con la presencia del secretario general de la ONU Ban Ki-moon y de representantes de víctimas del conflicto, se concluían cuatro años de negociación en La Habana. Tras este acto, el documento final buscaría ser refrendado en un plebiscito, con un resultado bien conocido por todos.
Ese día en Cartagena, en medio del evento, nueve cantaoras de Pogue, un corregimiento de Bojayá en el Chocó, entonaron el siguiente canto: “Nos sentimos muy contentas, llenas de felicidad, que la guerrilla de las FARC las armas van a dejar”. Sus voces fueron sinónimo de esperanza a la vez que una impronta en la memoria, al haber también resonado entre el estruendo y el dolor de la guerra.
La masacre
El 2 de mayo de 2002, en medio del enfrentamiento armado entre el Bloque José María Córdoba de las FARC y el Bloque Élmer Cárdenas de las AUC por el dominio territorial y el control del acceso al río Atrato, hombres, mujeres, niños y niñas corrieron hacia la iglesia de Bellavista en la plaza de Bojayá. Tanto por ser de cemento como por su carácter simbólico, la población consideró al templo el lugar más seguro para escapar de los disparos que ya llevaban varios días. Unas 300 personas buscaron allí refugio.
Ante el hostigamiento y persecución de la guerrilla a los paramilitares, estos últimos decidieron entrar al pueblo, hacerse detrás de la iglesia y poner a la población civil como escudo humano. Las FARC, por su parte, sin ningún tipo de miramiento, disparó una pipeta de gas, un arma no convencional con un alto margen de error, a los combatientes de las AUC. La pipeta estalló en la iglesia. Todo este episodio causó la muerte de 98 civiles: 79 fueron víctimas directas de la explosión – 48 eran menores de edad –; otras 13 murieron en los hechos antes y después del ataque a la Iglesia de Bellavista, y 6 personas que estuvieron expuestas al estallido murieron de cáncer en el transcurso de los siguientes ocho años.
Fueron varias las alertas tempranas y pronunciamientos de organismos de derechos humanos, nacionales e internacionales, que advirtieron del riesgo que corría la población civil ante los inminentes combates. Sin embargo, el Estado colombiano se mantuvo indiferente, un acto de omisión que no solo evidenció la falta de capacidad de la institución para proteger a la población civil, sino que dejó al descubierto graves nexos entre miembros de las Fuerzas Militares y los grupos paramilitares.
Lo sucedido en Bojayá fue tipificado por varias organizaciones nacionales e internacionales como un crimen de guerra y un punto culmen de la degradación del conflicto contra las comunidades afrodescendientes e indígenas del Medio Atrato y del departamento de Chocó. Los actores armados se saltaron todos los principios de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario, convirtiendo el enfrentamiento en un ataque contra los civiles. La magnitud de las muertes y los daños significaron un punto de inflexión que golpeó aún más la legitimidad de la guerrilla ante los ojos del mundo.
Los alabaos
Los alabaos son cantos fúnebres y de alabanza, generalmente interpretados a capela en un formato responsorial –es decir de verso y respuesta. Tienen su origen en el sincretismo que sale del encuentro entre los misioneros franciscanos con diversas comunidades ubicadas en zonas apartadas del país, en su mayoría comunidades negras donde las misiones de la Iglesia católica se mezclaron con la afrodiaspora. En sus letras le cantan a las virtudes y los buenos recuerdos del muerto, a los santos, a la virgen o a Dios; al tiempo que se expresa el dolor y la confusión que causa el fallecimiento de un ser querido.
Con la masacre de Bojayá, “la relación de los vivos con sus muertos estalló en mil pedazos”. Como señalaron varias víctimas para el Centro de Memoria Histórica, “Quedaron sin saber cómo velar y cantar a tanto muerto, qué sentido atribuir a los cuerpos mutilados y dispersos por la Iglesia y de qué forma tramitar la deuda adquirida con sus seres queridos al abandonarlos en una fosa sin hacer los rituales que corresponden a cada quien, de manera individual y específica”.
Varias de las víctimas de ese 2 de mayo eran descendientes de los primeros pobladores del corregimiento de Pogue, por lo que este desafortunado episodio cobró un especial significado para sus habitantes. Los rezanderos y las cantaoras buscaron la manera de hacer frente a la mala muerte ocasionada por el conflicto armado y la violencia. Como resultado surgieron cantos que ya no iban dirigidos a sus seres queridos como tal o a los misterios de la defunción, sino al Estado y a los grupos armados, a quienes exigieron el cese de la violencia.
Una guerra de mano ajena
Hacia la década del 90, el Chocó permanecía aislado del conflicto armado que se venía gestando en el país. Y si bien la relación que mantenían con los centros de poder político y económico no estaba exenta de despojos, violencia, o conflicto, se decía que tal era el olvido estatal que ni la violencia había llegado.
Las guerrillas empezaron a hacer presencia en el territorio desde los años 70, aunque lo usaban como retaguardia, por lo que en el momento no alteraron la calma. Incluso con el boom del narcotráfico en la década del 80, momento en el que se empezaron a presentar algunos cultivos de coca en la región, así como algunas inversiones de narcotraficantes en proyectos mineros, pesqueros y turísticos hacia la zona central, no hubo mayores problemas de violencia.
Es en los años 90, con el cambio en la estrategia de la guerrilla, que más que ganarse a la población empezó a buscar el control territorial, y con la llegada de los paramilitares hacia la mitad de la década, que la situación se agudizó. La lógica de la polarización entre los bandos no permitió una posición neutral a la población civil. A esto se sumó que la arremetida contra los cultivos de coca en otras partes del país, trasladó la siembra al Chocó, pues buena parte de la cadena del narcotráfico se podía desarrollar en un mismo lugar, haciendo el negocio más rentable.
La ausencia del Estado, la precariedad y el abandono institucional, la profunda inequidad social, la corrupción, la exclusión política y la discriminación, o el desarrollo de mega-proyectos productivos que no conducían al mejoramiento de las condiciones de vida de las comunidades negras e indígenas terminaron por forjar un caldo de cultivo para el desastre. Se configuraron así varias causas estructurales que han alimentado el conflicto en el Chocó y en el Medio Atrato colombiano.
20 años después
En medio de la conmemoración de los 20 años de esta masacre, las alabaoras entonaron nuevamente su canto mientras llevaban al Cristo mutilado –figura que quedó tras el cruento ataque,– hasta el mausoleo con los nombres de las víctimas mortales. “Dios mío, para tanta violencia, no queremos sufrir más”, imploraban con su voz las mujeres. Al final, en el Parque de la Memoria, ubicado en el centro de Bellavista nuevo, la comunidad lanzó globos que se elevaron en el cielo con los nombres de sus seres queridos.
El 97 % de Bojayá le dijo sí al plebiscito por la paz en su momento, e incluso acogieron a 13 exguerrilleros para que hicieran su vida como civiles aquí. Y sin embargo la población denuncia que la reparación no ha culminado, que falta conocer la verdad, que la iglesia de Bella Vista, su único espacio de memoria, está abandonada y que el conflicto continúa afectando sus vidas.
En entrevista con El Espectador, Leyner Palacios, Comisionado de la verdad, señaló: “Me duele al igual que mi alma, porque pasan los 2 de mayo y en Bojayá persiste el conflicto. Atravesar el río para llegar al pueblo es algo que viene con sentimientos de dolor, porque mi gente sigue en postración. Al igual que en 2002, buena parte de la institucionalidad se mantiene negando la violencia y no nos escuchan”.
Luego de la masacre, Bojayá se convirtió en un centro de atención para el gobierno y los organismos nacionales e internacionales. El apabullante número acciones que se empezaron a ejecutar en el territorio, en muchas ocasiones de forma descoordinada y descontextualizada, se tradujo en un profundo debate sobre los impactos y alcances sociales y culturales de estas. Lo anterior dejó claro que una reparación integral no debe centrarse únicamente en los aspectos económicos e individuales.
Pero con el tiempo este no fue el problema, el vacío institucional regresó y la comunidad solo es recordada cada que llega un número cerrado con el que se conmemora la masacre. “Pienso que la situación actual en Bojayá es un poco peor que hace 20 años, porque estamos siendo testigos de la agudización del conflicto en Chocó. En el San Juan, Cacarica y los pueblos del Atrato la gente se está muriendo (...).Vivimos pequeños episodios como el del 2 de mayo todos los días”, dijo el comisionado en la citada entrevista. Y así, cada que se repiten pequeños 2 de mayo, los alabaos continúan suplicando que no sea la mala muerte la que les arrebate la vida y pidiendo un compromiso por la paz.