Alejandra Pizarnik: la historia de una poeta incomprendida
Por: Sebastián González
“No te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta de que te estoy hablando del lenguaje mismo, del cariño y la confianza, y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte” Cortázar, 1971
Con este párrafo repleto de amor y vida, finaliza la última carta que escribió Julio Cortázar a su gran amiga Alejandra Pizarnik. Él, sin saberlo, despedía a una de las escritoras más recordadas del boom latinoamericano, ya que días después de leer esta carta, Pizarnik partiría del plano terrenal.
La trágica vida de una poeta
Alejandra Pizarnik (1936-1972) fue una de las figuras más enigmáticas y fascinantes de la literatura latinoamericana del siglo XX. Nacida en Buenos Aires, Argentina, en el seno de una familia de inmigrantes judíos rusos, su vida y su obra fueron un constante diálogo con la oscuridad, la soledad y el vacío existencial.
Pizarnik no solo escribió poemas, fue una alquimista del lenguaje que transformó el dolor y la desesperación en belleza, creando un universo donde el silencio y la palabra se entrelazan en una danza melancólica. Sufrió los tormentos de la guerra, una batalla que no le pertenecía. Desde su llegada a Argentina, la familia Piznarnik enfrentó la pérdida de familiares durante la Segunda Guerra Mundial, hecho que marcaría la vida de Alejandra profundamente.
Desde sus primeros libros, como “La última inocencia” (1956), hasta su obra cumbre “Árbol de Diana” (con prólogo de Octavio Paz, su gran amigo,1962), su poesía se caracteriza por una búsqueda incesante de lo inefable.
Cada verso de Pizarnik parece contener un abismo, una grieta por donde se filtra la luz tenue de su sensibilidad. La poeta fue una exploradora de las profundidades del ser, utilizando el lenguaje para señalar lo que está más allá de él, lo que se encuentra "al otro lado de la palabra".
La última inocencia
Partir en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más fila para morir.
He de partir
Pero arremete ¡viajera!
Alejandra Pizarnik (1956)
Con el pasar de los años se mudó a París, donde vivió entre 1960 y 1964. Encontró en la literatura francesa y el surrealismo una fuente de inspiración. Durante esos años, tradujo a autores como Antonin Artaud y Henri Michaux, cuya obra resonaba profundamente con su sensibilidad.
Sin embargo, ni la vibrante vida intelectual de la capital francesa ni sus amistades con figuras del mundo literario lograron disipar las sombras que la acompañaban. Pizarnik vivió siempre al borde, entre el vértigo de la creación y el abismo del silencio.
Su obra no teme enfrentar las preguntas más incómodas: ¿quiénes somos cuando el lenguaje se agota?, ¿cómo habitamos el silencio?, ¿qué hay en los márgenes del ser? Con una escritura que combina precisión y desgarro, Pizarnik nos invita a enfrentarnos a esos interrogantes, a caminar por los límites del alma donde la belleza y el horror se confunden.
No soy de este mundo
“Simplemente, no soy de este mundo... Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva... No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie...
¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, nos sabré siquiera que hay un "saber volver". No lo querré acaso.”
(Alejandra Pizarnik. Recuerdo de Alejandra por León Ostrov. Publicado en el Suplemento Cultural de la Nación en 1983. Incluido en el libro Cartas entre Alejandra Pizarnik y León Ostrov (París; 1960-1964). Edición de Andrea Ostrov)
El vacío de una poeta incomprendida, que ante su ausencia física quedaron letras vivas llenas de vigor. Alejandra Pizarnik nos dejó a los 36 años, el 25 de septiembre de 1972, cuando decidió que el silencio era su última palabra. “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo” fue la última frase que escribió. Quedó inmortalizada en un tablero de su habitación minutos antes de ingerir 50 pastillas de un barbitúrico especializado para tratar el insomnio.
Su vida, marcada por la depresión y el sufrimiento, encontró un desenlace en esa búsqueda constante de un refugio que nunca llegó. Sin embargo, su voz sigue viva, resonando en cada verso, en cada lector que se adentra en su poesía. Aunque su existencia fue breve, su legado es profundo y perdurable.
Anillos de ceniza
A Cristina Campo
Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.
Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición de sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.
Tomado de Los trabajos y las noches, en Obras completas. Poesía y Prosas, introducción de Silvia Baron Supervielle, Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 1990, p. 247.
Hoy, la poesía de Pizarnik sigue siendo leída y estudiada por generaciones que encuentran en sus palabras una fuente inagotable de reflexión y emoción. Su obra nos recuerda que la poesía puede ser un espejo del alma, un lugar donde el dolor, el vacío y la belleza se entrelazan en un diálogo eterno. Alejandra Pizarnik, la poeta del abismo, nos dejó una herencia que, lejos de desvanecerse, sigue iluminando los rincones más oscuros de la experiencia humana.