El calor de la olla: Un ejercicio de esperanza que se cocina en el fogón
Una mujer de unos 65 años mira conmovida, con sus ojos humedecidos, a un grupo de jóvenes que prepara el espacio para una olla comunitaria. Mientras que algunas personas pican los vegetales del arroz con pollo, las lágrimas de esta mujer, vestida con un saco de lana azul y una falda blanca, caen lentamente sobre sus manos entrelazadas a la altura de su boca. Ahí parada, bajo el cálido sol de la mañana, mirando emocionada cómo algunos voluntarios preparan el fuego, con su voz entrecortada y con una sonrisa repite una y otra vez: “Dios los bendiga”.
Son las nueve de la mañana del 28 de abril de 2021, y mientras en las principales ciudades de Colombia la gente se prepara para la primera jornada del Paro Nacional, en el parque principal del barrio Santa Fe, ubicado en el centro de Bogotá, comienza un día de celebración enfocado en las niñas y niños del sector.
“Esta es la forma en la que hoy resistimos”, dice Marciana Punk, quien desde hace varios años ha hecho trabajo comunitario en las localidades de Santa Fe y Mártires, y desde el inicio de la pandemia junto con varias personas y colectivos empezó a organizar ollas comunitarias para combatir la hambruna que llegó con el COVID-19.
Así nació Fuego de Barrio, una colectiva que acaba de constituirse como una fundación, la cual esa mañana se encargó de la comida de la jornada en la que participaron otros colectivos como Somos la Disidencia, Experimentarte, la Coordinadora Antifacista de Bogotá, entre otros. Se hicieron también actividades culturales y deportivas para las niñas y niños del barrio, incluyendo la donación de juguetes y ropa.
Sin duda, una de las imágenes más angustiantes que dejó la cuarentena estricta de 2020 fueron los trapos rojos que empezaron a colgar en las fachadas de miles de hogares como señal de escasez de comida.
El hambre es una pandemia paralela a la del COVID-19, que incluso es mucho más letal. Según un informe del Programa Mundial de Alimentos, en 2020, 155 millones de personas en todo el mundo enfrentaron inseguridad alimentaria aguda. La cual sucede cuando: “la incapacidad de una persona de consumir alimentos suficientes pone su vida o sus medios de subsistencia en peligro inmediato”.
Además, según la FAO, Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, en América Latina el hambre se triplicó en 2020, ya que el número de personas que sufren inseguridad alimentaria pasó de 3,4 millones en 2019 a 10 millones.
Por su parte, un informe del Programa Mundial de Alimentos afirma que actualmente en Colombia, 7 millones de personas pasan hambre, un 14% de la población del país. Y lo más probable es que el número siga incrementado ya que según el DANE, la pandemia hizo que la pobreza aumentara 6,8 puntos, un ascenso del 42,5%. Actualmente, 21 millones de personas se encuentran en situación de pobreza en Colombia y en abril de 2021 el desempleo se encontraba en el 15,1%.
Pero lo más indignante y absurdo de este panorama es que Colombia es un país agrícola con la capacidad de producir comida suficiente para alimentar a toda su población. Según la Asociación de Banco de Alimentos de Colombia (Abaco), en el país se desperdician 9,7 millones de toneladas de comida al año, lo cual es suficiente para alimentar a toda Bogotá durante este periodo.
Por eso, ante esta situación y la falta de una respuesta por parte de las autoridades, personas de todo el país empezaron a juntarse para discutir la forma de hacerle frente a este panorama. Así empezaron a formarse lazos solidarios que, si bien no van a acabar con el hambre, sirven para aliviarla y de paso ayudar a reconstruir el fracturado tejido social de los territorios.
Una olla comunitaria no solo significa preparar y compartir comida. Alrededor de esta se tejen distintos tipos de juntanzas que van desde intercambiar saberes hasta organizar procesos populares de economía solidaria, educación y trabajo comunitario. Eso explica una de las *mujeres que forman parte de la Olla Kwesx, mientras mira el fuego que calienta el arroz del almuerzo.
Este proceso nació en el barrio La Paz, ubicado en las empinadas calles del centro de Bogotá, a raíz de un viaje que varios de sus miembros hicieron al Cauca. Allí conocieron a una familia del pueblo Nasa, más puntualmente a uno de sus miembros que fue asesinado. A raíz de este crimen, la familia se desplazó a este barrio de la capital y con el inicio de la cuarentena, las manos voluntarias de este colectivo se unieron con las mujeres de esta familia y formaron este espacio en donde lo principal es compartir.
La mujer, que tiene la piel morena, es alta y su pelo trenzado muestra varios mechones pintados de morado, cuenta que al inicio la olla era muy concurrida, pero con el pasar de los meses esta fue mutando porque a medida que la denominada “nueva normalidad” comenzaba a instaurarse, algunas personas pudieron recuperarse un poco y la asistencia empezó a disminuir. Pero gracias a que ellas estuvieron en el barrio ofreciendo comida y apoyo en los momentos más críticos de la cuarentena, comenzaron a construir una red de confianza con los vecinos, que las motivó a también organizar actividades paralelas a la olla enfocadas sobre todo en las niñas y niños del lugar.
“Tenemos la idea de hacer tejido social con el barrio”, dice la mujer que está sentada en el piso a un lado del fogón. “Algo que la olla ha significado para nosotras y para la gente del barrio, es que nos ha permitido conocernos. Tener ese primer acercamiento de poder hablar, compartir ideas y comida. Que es como una relación muy básica, muy cercana, muy íntima, muy personal, que ha sido muy bonita”, agrega.
Esa soleada tarde de domingo en La Paz, aparte del almuerzo compuesto de lentejas, arroz, papas y jugo de lulo, las manos que forman la Olla Kwesx también empezaron a organizar la decoración de la actividad de Halloween para las niñas y niños del barrio. Entre las otras acciones de este espacio están talleres, eventos culturales, muraleadas, noches de cine y la construcción de una huerta comunitaria. Además, trabajan junto a la Escuela Popular Sol del Sur, un proyecto de educación popular que durante la pandemia ha ayudado a los niños y niñas del barrio con las tareas y las planillas que sus colegios les enviaron para estudiar desde casa.
Otra de las mujeres de la Olla Kwesx, que viste de negro, tiene aretes en sus labios y su pelo es largo y negro, dice que una de las cosas más valiosas de este proceso ha sido, “la construcción colectiva, fraterna y afectiva, que permite encontrarse con otras personas para construir esos mundos en los que una cree firmemente. Es como no saberse sola ante eso”.
Cuando se comparte comida, también se comparte vida. Pero no solo por los nutrientes que alimentan al organismo, sino por el encuentro que alimenta el alma. Tradicionalmente, organizar una comida implica generar un espacio en el que la gente se junta, conversa, ríe y la pasa bien. Con una olla comunitaria pasa lo mismo, pero a una escala mayor e incluso más poderosa, porque es la comunidad la que se está encontrando.
“Alrededor del fogón lo que se busca es generar un espacio donde todas y todos puedan cuidarse a través de la comida. Pero además conversar, conocerse y creo que eso fortalece el tejido social”, opina Lebed Infante. Ella es maestra comunitaria y forma parte de Lxs Nadie, un proceso que comenzó a la par de la cuarentena trabajando en algunos barrios del centro de Bogotá como el Samper Mendoza y el Santa Fe.
Lebed cuenta que esta colectiva surge gracias a que varios de sus miembros ya venían trabajando en distintos procesos comunitarios, sobre todo en el barrio Santa Fe, y cuando comenzó el encierro, el miedo y la incertidumbre, con sus roommates decidieron que tenían que hacer algo para ayudar, así que comenzaron preparando los almuerzos en casa y llevándolos al barrio.
Gracias a esta labor, poco a poco la colectiva fue entablando relación con grupos de personas que viven en edificios tomados, con líderes comunitarios de la zona y con otros procesos comunitarios con los que unieron fuerzas. Esto permitió que se articulara un contacto con un edificio en el que viven unas 290 personas, el cual se volvió uno de los puntos de encuentro principales para Lxs Nadie y pronto los almuerzos hechos en casa se transformaron en ollas de las que ahora salen entre 400 y 500 platos.
Una de las principales inquietudes que Lxs Nadie ha tenido es evitar que esta sea una acción asistencialista, o sea, solo ir a dar una donación y decir que el deber está cumplido. El objetivo es que se consoliden acciones que vayan más profundo y que permitan a las comunidades adquirir y compartir conocimiento que en el futuro ayuden a cambiar sus realidades. “Lo que queremos es hacer un proceso y el proceso va más allá. No es traer y traer, es hacer propuestas”, explica Lebed.
Entre esas propuestas han nacido proyectos de educación popular hechos junto a otras colectivas como La Morada y la escuela popular Re-creo de Sueños, con las que se dan talleres para las niñas y niños de la localidad. Hay desde recorridos para observar y aprender acerca de los grafitis de la ciudad, hasta cursos de cuidado con enfoque de género que permitan detectar de forma temprana cualquier señal de abuso. Una de las acciones más grandes que han hecho fue la novena de 2020 en la que se organizó una toma cultural de la calle 24 y se realizó una jornada de juegos populares que incluyó una orquesta.
Entre las múltiples cosas que Fuego de Barrio, Olla Kwesx y Lxs Nadie tienen en común, es que son ollas itinerantes que viajan a donde se las necesite. Cuando comenzó la crisis de la pandemia, los pañuelos rojos aparecieron en todos los puntos cardinales de Bogotá. Precisamente, la inquietud de hacer algo para contrarrestar este desolador paisaje y una publicación en un muro de Facebook, fueron las semillas de las que emergió la Ruta de Ollas Comunitarias.
Conectadas desde sus casas en Usme y Soacha, dos de las que llamaremos ruteras que forman parte de este proceso, cuentan entre risas que ellas son estudiantes universitarias de trabajo social y un día una de sus compañeras publicó en su Facebook un mensaje que decía: “cómo es para hacer una olla comunitaria”.
La rutera que se conecta desde Soacha cuenta que antes de la pandemia ellas eran agentes de cambio en sus barrios, lo que ayudó a juntar procesos y a organizar nodos de trabajo con los que lograron hacer jornadas casi que simultáneas en distintas zonas de la ciudad. Ellas empezaron a moverse principalmente por las localidades de Ciudad Bolívar, Kennedy, Usme, Bosa y el municipio de Soacha donde no solo compartieron los platos de comida sino mercados, donaciones y elementos de bioseguridad.
Ella también explica que la motivación más grande para hacer las ollas es buscar la “reivindicación por la comida que en últimas es un derecho fundamental. También creo que viene siendo una reivindicación que nos obligó a tomar el gobierno por su decisión de no querer que el pueblo se alimente”.
Las mujeres que forman La Ruta de Ollas comunitarias también insisten en llevar este proceso más allá del fogón. “Nosotras somos universitarias y también tenemos unos debates importantes, pero se quedan muy en la universidad. Entonces surge esta necesidad de sacar la academia a la calle y empezar a discutir estas cuestiones de a pie”, dice la rutera que se conecta desde Usme.
Dentro de estos momentos de compartir y discutir sucede una de las cosas más valiosas de una olla comunitaria y es el intercambio de saberes. El dar tiene como consecuencia el recibir y alrededor de un fuego todo el que llegue, sin importar de dónde venga o quien sea, tiene algo para aportar y algo para aprender. Un poco avergonzada y riendo enérgicamente, la rutera de Soacha cuenta que en su municipio hicieron la primera olla de esta colectiva. El menú fue sancocho, pero cuando llegaron no sabían muy bien cómo prepararlo y menos cómo hacer para que rindiera 40 platos. Ella confiesa que no tenía ni idea de cómo se pelaba una yuca, pero la solución fue muy sencilla: pedir ayuda a las mujeres del lugar para así compartir y aprender.
La solidaridad es la madera que da fuego a estas ollas. Por eso, en la mañana del 28 de abril en el barrio Santa Fe, la frase que más se escuchaba era “cómo te ayudo”. Las manos voluntarias que llegaron ese día no paraban de moverse. Mientras unas hacían el chocolate pre almuerzo, otras acomodaban las donaciones de ropa o distraían a las niñas y niños con shows de payasos o haciendo parkour.
En una esquina del parque dos hombres de estatura media y contextura delgada ayudaban a ordenar las donaciones de juguetes. Ellos pertenecen a La Fiebre Amarilla, la barra brava de la Selección Colombia de fútbol, con la que también hacen actividades comunitarias. Uno de ellos cuenta que han organizado chocolatadas en Mártires, y en diciembre hicieron un agasajo navideño en un barrio de Ciudad Bolívar. Lo que los convocó ese día fue las ganas de ponerse la camiseta para dar una mano solidaria.
Marciana cuenta que, tras un año de ayudar a montar estas ollas comunitarias, siente que hay cambios positivos en la gente. Explica que al principio las personas de los territorios a los que llegaban casi no hablaban, ni se juntaban, ahora siempre hay vecinos dispuestos a ayudar en lo que se necesite. “Todos están pendientes de las necesidades de los otros y eso es muy valioso. Han dejado de ser beneficiarios para convertirse, con lo poco que hay, en dadores”, comenta.
Ser dador va más allá de simplemente entregar un objeto, es precisamente dar algo que sobrepasa lo material para así, por lo menos durante un día, cambiar un poco la realidad de las personas. Por eso, la mujer de saco azul y falda blanca bendice con agradecimiento a estas manos voluntarias, ya que cualquiera deposita plata en una cuenta, pero el tiempo es de las cosas más valiosas que uno puedo compartir.
“La cotidianidad de muchas de estas niñas y niños es muy dura y con esto por un día podemos cambiar su realidad”, dice Valeria Bonilla Ruíz de Somos La Disidencia, mientras al fondo se escuchan las risas de las niñas y niños que juegan en el parque. Ella agrega: “Nosotros generamos cambio, no violencia”.
“Cambio” probablemente es una las palabras más repetidas durante la crisis que vive el planeta desde el 2020. Y no solo se refiere al cambio de normalidad obligatorio que vivimos, sino a un cambio en lo profundo del individuo y la sociedad. No se sabe cuándo terminará la pandemia, pero de lo que sí hay certeza es que no podemos volver a como eran las cosas en el pasado. Este caos nos está diciendo que es hora de construir un mundo mejor y hay quienes, ante la ausencia y el abandono por parte de las autoridades, han decidido construirlo desde la solidaridad y la unión popular.
“La pandemia y todo este tema trae una cantidad de problemáticas y recrudece otras. Sin embargo, también hay oportunidades y creo que una de las oportunidades que se dio es el tema de la solidaridad”, comenta Lebed. Por su parte, la rutera de Usme complementa diciendo que ellas sienten que se está dando una “congregación de diferentes sectores. Muchas veces hay gente que también trabaja, pero muy desde sus individualidades. Entonces la olla al final termina uniendo muchos procesos en un mismo objetivo y termina generando nuevas cosas”.
Una de esas nuevas cosas es la resignificación del espacio, sobre todo del espacio urbano. Muchas veces las calles de las ciudades son lugares para transitar rápido. Pocas veces se generan situaciones de encuentro o intercambio más allá de una transacción económica. Pero un fogón rompe las dinámicas cotidianas.
De vuelta al barrio de La Paz, esa tarde de domingo, al espacio de la Olla Kwesx llegó una familia, que como cientos de otras familias colombianas, tuvo que salir de su tierra por amenazas de grupos armados irregulares. Según cifras de la Defensoría del Pueblo, entre el 1 de enero y el 31 de marzo de 2020 se registraron 33 eventos masivos de desplazamiento forzado. En ese mismo periodo durante el 2021, se han registrado 65 hechos, lo que significa un incremento del 96%.
Esta familia había llegado a Bogotá apenas unos tres meses antes de esa tarde. Mientras disfrutaba de su almuerzo, el padre comentó que se encontraban un poco más tranquilos porque sus hijos ya estaban matriculados en el colegio. A medida que los minutos pasaban y la confianza empezaba a aflorar, el hombre se animó a contar que en La Tola, Nariño, su pueblo natal, las ollas comunitarias son muy importantes y se realizan seguido. Explicó que cada barrio se turna para armar una gran comilona a la que llegan todos los vecinos para compartir.
“La mayoría de la población mundial vive en ciudades y en unas condiciones supremamente extremas. Es importante darse cuenta que hay un montón de problemáticas, pero también es reapropiarse de la ciudad, que en un país como este es una cosa muy negada. Uno piensa que la calle únicamente es el lugar por el que transitas, te desplazas o una que otra vez te encuentras con tus amigos a tomarte una cerveza, pero no, es un espacio de disputa pública”, comenta la mujer de la Olla Kwesx que viste de negro.
“Desde mi perspectiva era muy raro ver una olla de sancocho en la ciudad. Uno ve eso en el campo donde es muy normal y natural que todo el mundo se siente alrededor a comer”, complementa la rutera de Usme, quien agrega: “Esa es la magia de la olla, que rompe un montón con la realidad y que también les recuerda las raíces a las personas. Como que la gente se siente muy cohibida en espacios públicos y cuando uno rompe esas dinámicas, creo que vuelven y se resignifican esos espacios”.
En el marco del Paro Nacional, las ollas comunitarias se han convertido en uno de los símbolos más importantes de resistencia. En todas las ciudades del país los fogones no solo han acompañado las jornadas de manifestación sino las asambleas populares, las tomas culturales y los encuentros barriales. Desde los rebautizados Puerto Resistencia en Cali hasta el Portal de la Resistencia en Bogotá, las ollas han significado que, por primera vez en varios meses, las personas del lugar han podido comer tres veces al día. Además, alrededor de estos fogones se han tejido espacios de encuentro y discusión.
Pero a pesar del espíritu popular y solidario de las ollas populares, estas no han estado extensas de conflictos con las autoridades gubernamentales y con la fuerza pública. En un país como Colombia, donde tan solo en 2021 han asesinado a 73 líderes sociales, el trabajo comunitario carga con un estigma muy complejo, que incluso produce que procesos como estos sean criminalizados.
Varias de las colectivas denuncian que han sido hostigadas por la policía y afirman que en varias ocasiones les han pedido que paren las jornadas por no contar con los permisos para el uso del espacio público. Pero también ha habido acciones más hostiles como que les tomen fotos, les hagan requisas e incluso han sufrido redadas, decomiso de los insumos y hasta acusaciones de pertenecer a grupos armados al margen de la ley. Pero todas estas acusaciones son falsas porque como afirma Marciana: “No estamos llevando violencia a los barrios, estamos llevando un espacio cultural”.
A pesar de eso, este tipo de hostigamientos, más el esfuerzo que conlleva organizar uno de estos encuentros y el hecho de que todos estos procesos se financian a través de donaciones, y en muchos casos de los bolsillos de sus voluntarias, producen un desgaste y un agotamiento físico y mental. Es común que los procesos se caigan o se congelen y que muchas personas acompañen un par de jornadas y luego ya no puedan ayudar más.
Pero tras más de un año de trabajo estas colectivas siguen manteniendo la llama viva. “Muchas veces hemos desfallecido. Pero la llama sigue ahí y la gente de la misma comunidad lo convoca a uno a continuar”, dice Fuego de Barrio. “La necesidad está vigente, son personas que ya no les interesa verse como pobrecitos, sino que quieren buscar un espacio para visibilizar, para hacer trabajo colaborativo, para ayudarles a sus vecinos. Cuando uno ve el cambio del enfoque de las personas, esa evolución y la necesidad de ser escuchados, uno como que se transforma y vuelve el equipo a entregarla toda. Y si no fuera por esa situación tan negligente del Estado le apostaríamos menos, pero al ver esa invalidación constante nos da rabia y creo que esa digna rabia es la que nos motiva a seguir estando fuertes”, agrega.
Para la Ruta de Ollas Comunitarias la motivación de seguir con este proceso parte de que “nosotras nos hemos movido mucho desde el ejercicio de la esperanza. De sentir que llegamos a un espacio y que la gente nos respalda. Que van a la olla, se sientan con nosotras, escuchan lo que proponemos, comen lo que les preparamos. Hay algo que nos mueve el corazón cuando una persona acepta lo poco que podemos traer con la esperanza de que en un futuro las cosas sean distintas y es la reciprocidad de la gente lo que nos mantiene en la olla”.
Por su lado, para Lxs Nadie: “lo que nos motiva es la alegría de llegar al barrio y que todo el mundo te salude y estar ahí, que copien y que se vean esas transformaciones en las cosas pequeñas. Es como decir: ‘se puede’. Claro, tenemos miedo, pero no es tiempo de abandonar a las personas. Mientras podamos lo vamos a seguir haciendo, mientras esté en nuestras posibilidades lo haremos”.
Desde las lomas de La Paz La Olla Kwesx siente que “estamos pasando por momentos muy complicados y poder de alguna manera apoyarnos entre nosotras y que ese apoyo no se quede solo en nuestros círculos, sino que trascienda esos vínculos para que llegue a personas que de alguna manera les toca más duro. Es que sepan que no están solas y que puede que sea un platico de comida cada quince días, pero sentimos que eso genera vínculos, afecto. Por otro lado, están las personas de su misma comunidad con las que pueden construir porque si entre los mismos territorios y las mismas comunidades no se generan esos lazos desde el apoyo mutuo es muy complejo hacerle frente a muchas otras cosas globales que pasan en la ciudad”.
Al mirar cómo las llamas ennegrecen el fondo de las ollas, es inevitable pensar que en este acto solidario de compartir comida se reflejan las raíces de la humanidad. Cuando nuestros antepasados de las cavernas se pusieron de acuerdo para cazar y recolectar, pudimos como especie resolver la alimentación y por ende nos concentramos en hacer otras cosas que eventualmente nos llevaron a nuestro presente.
Lamentablemente parece que en algún punto esa lección se perdió, pero de alguna forma en el fuego podemos escuchar susurros del pasado, y en este caso, el fogón nos dice que si nos organizamos comemos todos. Pero no solo eso, también nos invita a reflexionar acerca de que cualquier acto solidario puede generar herramientas que sirvan para construir nuevas realidades más equitativas. En las que no solo se pueda saciar el hambre, sino juntarse, reír, discutir, construir, reparar y soñar. Sin duda mientras el fuego arda este sueño no se extinguirá.
*Algunas de las personas consultadas pidieron no ser nombradas.