“La vida es como la arepa, sabe a lo que uno le unte”
Durante toda mi vida he aceptado a la arepa como una parte de mi ser, de mi cultura y de mi identidad. Desde que tengo uso de razón, la arepa ha sido uno de los productos más consumidos no solo en mi familia, sino también en la región, razón por la que se relacionan directamente. La consumimos en el desayuno, en el almuerzo, en la merienda, en la comida, mejor dicho, a cualquier hora cae bien esa arepita blanca tostada con mantequilla y sal.
Según Isaias Arcila, investigador de cocina tradicional colombiana y cocinero, “en Colombia existen aproximadamente 75 tipos de arepa, lo que las diferencia es su proceso de amasado, tipo de maíz, forma y cocción de preparación”. Arepa de mote, arepa de maíz sancochado, arepa de maíz trillado, arepa de chócolo, entre otras, son algunas de las arepas que podemos encontrar en la región antioqueña.
Sin embargo, las arepas que nos han identificado históricamente son las de tela, las fermentadas, los bizcochos de arriero, las arepas para viajar, para tardear, etc, un asunto en el que confluye una herencia afro, indígena, criolla. Un universo que nos caracteriza como departamento maicero y por ende, bien arepero.
Berta Pérez Galeano, es una mujer que nació en una vereda ubicada en el kilómetro 9 a orillas del río Cauca en Tarazá, Antioquia; allí aprendió a nadar, a pescar, y vivía feliz a pesar de la situación económica en la que se encontraba. Comenzó a trabajar desde los seis años en los pozos para lavar tierra y sacar oro. Luego, cuando tenía once años, salió junto a su familia como desplazados de la región y llegaron al municipio de San Roque para pescar y barequear en la represa.
Aunque sus hermanos, tomadores de trago, gastaron sus ahorros en licores y vida fácil. Ella decidió emigrar a Segovia, otro pueblo de Antioquia en el que nunca se amañó. Trabajó como huevera, empleada doméstica, mesera, y así sobrevivió seis años hasta que logró tomar la fuerte decisión de llegar a Medellín, ciudad en la que conocería el amor, la estabilidad económica y la vida junto a las arepas.
“Estando en Medellín, conocí a una señora que me dijo que fuera a trabajar con ella a una fábrica de arepas, en la que aprendí a hacer arepas con molde y con rodillo. Como siempre fui una mujer empoderada, dije: me voy a poner a hacer algo y no voy a depender de mi esposo. Y empecé con mi madre, ella me molía el maíz con máquina, las asaba en carbón y así empecé a venderle arepitas a mis vecinos en el andén de mi casa. Luego compré una parrilla a gas, con motor, y decidí emprender con las arepas desde la cuadra”, cuenta.
Después de trabajar siete años en el andén de la casa, salió de allí, arrendó un local, y a pesar de que ella había estudiado mercadeo, la evolución del negocio fue bastante dura, pues según cuenta, lidiar con otros colaboradores, es un tema aparte. La robaron, la estafaron, le mintieron, todo lo que puedan imaginar dentro de un negocio le sucedió, no obstante, su fuerza, sus valores, y sus ganas de salir adelante, de dar la vida que ella no tuvo a sus hijos, no la dejaron tirarse a un costado.
Las arepas, lo han sido todo en la vida de Berta, marcaron un antes y un después. Antes de las arepas, Berta, era una mujer ama de casa, entregada a sus hijos y marido. Cansada de depender de su esposo y los demás trabajos fugaces, comenzó su negocio en las arepas que le genera ingresos para pagar sus deudas, su casa, su carro, su lote. “Gracias a las arepas, yo puedo ayudar a mis hijos. Mi vida cambió en un 100%. Las arepas y yo, somos todo para mi familia.”
Tal y como dice aquel viejo refrán antioqueño, “la vida es como la arepa, sabe a lo que uno le unte”, Doña Berta, hoy, referente de las arepas antioqueñas en la ciudad de Medellín, le untó ganas, verraquera, sueños e ilusión.
"No diga que la arepa antioqueña es insípida, dele la oportunidad y vea que se va a enamorar, es más, hasta le puede cambiar la vida", afirma Doña Berta.