“El Duende”, un cortometraje sobre la magia de la marimba
Entre imágenes de la espesura de la selva, del cielo a veces despejado y a veces lluvioso de Guapi, de rostros que parecieran hablar sin estarlo y que miran fijamente la cámara, una mezcla de los sonidos tradicionales de la marimba con la electrónica, donde también se cuelan los crujidos de las hojas secas, el silbido de los pájaros y el cri-cri agudo de los grillos, están los hermanos Pacho, Isaac y Genaro Torres.
Mientras agarran los tacos con los que tocan el instrumento los tres hablan sobre un ser misterioso, entre diablo y duende que le enseñó a su padre, el maestro José Antonio Torres, a tocar y fabricar ese piano selvático que ellos con tanta maestría también saben tocar y con el que portan a su vez, la tradición, la identidad y el alma de esta bella y mística región del país. Así, El Duende, un cortometraje que dura veinte minutos se vale de un juego visual y sonoro que nos sumerge en un mundo, como el de las leyendas y los mitos, que parece oscilar entre la ficción y la no ficción, entre el sueño y la vigilia.
De esta forma, en un proyecto que primero empezó con cuatro canciones que Simón Mejía mezcló tomando como base la música de los hermanos Torres, nació El Duende, un cortometraje que cuenta las historias espirituales detrás de este instrumento y que a su vez sirve como un espejo de esa cosmogonía poética negra del Pacífico sur tan ancestral como mágica y asombrosa.
Así, tras terminar cuatro LPs con su sello Palenque Récords, Mejía entendió que había historias a las que lo único que les faltaba eran imágenes para ser contadas. Ahí surgió la idea de hacer una pieza audiovisual, en la que también participaron Simón Hernández y Lucas Silva. Una pieza a su vez basada en el documental Divinas Melodías de Silva y que él mismo describe como el resultado del “remix, de un remix, de un remix” de estos trabajos.
Un día, cuenta Genaro en la película, a su padre, el maestro Jose Antonio Torres, también conocido como Gualajo, “se le apareció un amigo”. Y le preguntó si lo que quería era tocar o hacer una marimba, a lo que él le respondió que las dos cosas, seguido de un formal: “señor”. “No, no, no me diga señor. Esos vicios déjelos, dígame amigo”, cuenta el músico sobre la respuesta del duende a su progenitor, antes de decir, que entonces este le dio los tacos para que le enseñara. Así, cuenta, cómo le transmitió el arte de tocar el mítico piano de chonta, hecho de selva, y cómo le dio el oído, le lloró y le cantó la música en la que se seguiría inspirando el resto de su vida.
Luego de esta anécdota, con fragmentos musicales e imágenes de hormigas transportando hojas en la corteza de un árbol, esta producción nos conduce por una geografía que no está domesticada, la de Guapi, en el Cauca y en donde el agua del mar a un lado y el río al otro de ese pedazo de tierra, fluyen con un trasegar parecido al de la música que suena de fondo. La que suena acá es justamente la de los Torres, la de los dioses: esa música que tocan con la marimba como quienes saben muy bien crear al tiempo que juegan y desafían eso que ya conocen, respetando el ritmo e inmiscuyéndose en una catarsis profunda, un rito con el que reafirman quiénes son y de dónde vienen.
Luego, en pantalla vemos una luna llena que parece que observara la escena, como bendiciendo ese viaje espiritual y generacional de una marimba que le canta a la vida, que resiste al olvido.
“Le dijo que le dijera Tiburio”, vuelve a contar Genaro sobre aquella vez que vio a esta criatura con su padre. Y agrega: “Mi mamá, Rogelia, lo vio y preguntó: ‘¿ese que está tocando quién es?’ ‘Mamá, es un señor que llegó con un sombrero grande’. Cogió mi mamá agua bendita y bañó a mi papa. Le bañó el cuerpo”, cuenta con naturalidad, dibujando una sonrisa pícara en su rostro y concluyendo que fue algo muy bonito y diciendo además, que sabe que se volverán a ver.
Así, mezclando elementos del documental como las voces de los marimberos, con elementos del ensayo audiovisual y el videoclip donde la postproducción y el sonido juegan un papel esencial a la hora de ver imágenes superpuestas, colores contrastados y sonidos selváticos, esta producción es un intento por representar todo ese simbolismo presente en las historias.
Es un trabajo, que a lo duende, como haciéndole un guiño a ese personaje juguetón que deja ver esta película, se atreve a romperlo todo, a desafiar, pero no porque sí, las estructuras. En palabras de Silva: “no es antropología”, es un intento, dice, por salirse de la cuadrícula, de la narrativa tradicional y en resumen, es el resultado de jugar tanto en la sala de edición con la imagen, como en el estudio de grabación, con la música.
Y es que tal como lo dijo Federico García Lorca en una conferencia en Buenos Aires en 1933, citando al cantaor gitano, Manuel Torre, “todo lo que tiene sonidos negros, tiene duende”, porque sí, basta con escuchar a la Dinastía Torres, para entenderlo. Basta con adentrarse en ese trance que evocan sus sollozos roncos que alcanzan altísimas notas parecidas al llanto y a la risa, su destreza con la marimba que nos sumerge en la espesura del monte y esas historias que se resisten al olvido de una espiritualidad africana, con dejarse tocar por el sonido del bongo que evoca el paso firme que se da sobre la tierra y el de los guasás que da el movimiento de la semillas que alimentan, como la música, para entender que solo una fuerza sobrenatural, quizá que solo puede venir de la sangre, de los ancestros o de ese duende que llevan como amuleto esos maestros que tienen el don de traducir lo intraducible en canciones, que se puede explicar tanta belleza.
Acá pueden ver este bello documental: