Los Mártires: los discos de vinilo luchan por sobrevivir en el centro
Bogotá es una fiesta donde se mezclan colores, olores, sabores y saberes, en especial sonidos, pero ¿A qué suena Bogotá?
La ciudad suena a tráfico, a vendedores en las calles, a celulares y notificaciones de apps... a una modernidad que atropella y que todos los días avanza más y más.
Pero justo en el corazón de la urbe, donde todo palpita, donde se une el caos y la armonía, se encuentra escondido su verdadero sonido debajo de los ritmos de la salsa dura, los mariachis, algo de reguetón, pop, baladas romántica, metal, rock, vallenato, merengue y “chucu-chucu” o tropical.
Es el sonido urbano de una voz que pide ser escuchada pero que a veces se ahoga en el ruido de los motores.
Así que para descubrirla hay que ir de parche, de rolling al centro, al lugar donde hay palacios y templos del sonido que se niegan a desaparecer.
La localidad Los Mártires es la número 14 de la ciudad y debe su nombre en honor a quienes perdieron su vida en las luchas de la independencia. Limita al norte con la localidad de Teusaquillo, al sur con la localidad de Antonio Nariño, al oriente con la localidad de Santa Fe y al occidente con la localidad de Puente Aranda.
El crecimiento y vocación comercial de la localidad se afianzó a finales de los años 70 y en la década del 80. Así que allí y en otros barrios vecinos como Germania, Egipto, Las Cruces y San Victorino, los pocos espacios y lotes vacíos se fueron utilizando para diversas actividades, como la venta popular de la más variada mercancía nueva y de segunda mano.
Con el paso de los años esos mismos comerciantes se organizaron y montaron casetas metálicas en la plaza de San Victorino y a lo largo de la Avenida Calle 19, la que nadie conoce hoy como La Calle del Afán, La Calle Verde, La Calle Tapada de La Nieves, La Rana o la Avenida Ciudad de Lima. Una decisión posterior de la alcaldía mayor de entonces ordenó el despeje de las aceras y la reorganización de los comerciantes fuera del espacio público.
Así que en un lote vacío ubicado en la misma calle 19, abajo de la Séptima, los disqueros encontraron su oasis. Era 1990, cuando el emperador disco compacto hizo su irrupción en Colombia, gracias además a la apertura económica decretada ese año para el país.
Muchos de los disqueros dieron el paso y acogieron la nueva tecnología de ese entonces con fervor, dejando de lado y a toda velocidad a las populares pastas o vinilos. Fue toda una revolución que llevó a que los sellos disqueros que prensaban en Colombia arrumaran las máquinas donde se hacían los acetatos e importaran las compactadoras láser (luego se arrepentieron).
Allí se alojaron espacios para la venta de música, clientes jóvenes y viejos, colombianos y extranjeros, todos se reunieron como una cofradía de los sonidos, y quienes encontraban discos raros que nunca llegaban a las grandes cadenas de discotiendas tradicionales.
Esa esquina y casi manzana de la Calle 19 con Carrera Octava fue un templo musical para los amantes de la música que conservó el sabor de las casetas, el de la mezcla de todos los géneros, y por eso era fácil encontrar conviviendo en perfecta armonía un vinilo de la Sonora Ponceña junto al “Tommy” de The Who.
Hasta que empezó a crecer al ritmo de la ciudad y muchos de estos vendedores se organizaron y compraron locales en el centro comercial que construyeron justo al lado. De ahí salieron personas como Manolo “El Crespo”, o César, quien ha estado construyendo y vendiendo la banda sonora de esta ciudad y que convoca a todos los que creen tener una conexión especial con la música.
César recuerda que el mercado musical en los 80 era muy grande y los independientes comenzaron a ganar un pequeño espacio en su comercialización, primero con la salsa y la música cubana, y luego con el rock y el reggae al comando de Bob Marley and The Wailers y otras agrupaciones más que nadie había escuchado y que menos rotaron por la radio de entonces. “Habia una discotienda de marca cada media cuadra por la Séptima”, añade.
Recuerda que la época de esplendor se vivió entrando el siglo XXI y que el disco que más se vendió, junto con su video conmemorativo, fue el de Buenavista Social Club, el invento de Ry Cooder, quien reunió a personajes mayores de los aires cubanos y octogenarios, como Ibrahim Ferrer, Omara Portuondo y Compay Segundo, marcando todo un hito de la música en el mundo.
Reconoce que lo que más le gusta es abrir la puerta del negocio todos los días, porque tiene la oportunidad de conocer a alguien nuevo y -como buen caldense- entablar conversación y edificar amistades. Ese estilo de vida, como disco de 33 revoluciones girando, le permitió también encontrar en Bogotá, estudio, trabajo, amor, casarse, tener una hija y contar con su negocio propio, además de ser testigo de la transformación del centro.
Agregó que su clientela es variopinta, porque en sus inicios los inquietos colombianos compraban con frecuencia, pero en el comienzo de la presente centuria, fueron extranjeros quienes llegaban buscando los sonidos de las agrupaciones colombianas que alcanzaron éxito, en especial, en Europa.
Hoy los foráneos ya no vienen, por cuanto internet y las plataformas y aplicaciones actuales desplazaron al CD y le van ganando al vinilo que había resucitado momentáneamente.
Personajes como él, o como Gonzalo y Wilson, en un lugar único como este, contribuyen a crear la identidad sonora de muchos bogotanos, porque allí se conseguían los discos más extraños y exclusivos “por encargo” -y si se buscaba bien- era posible hallar verdaderas joyas musicales esperando por alguien que tuviera el cuidado de escucharlas de la forma en que fueron concebidas.
Es en ese centro palpitante, donde la vida confluye entre el comercio, la cultura y el turismo, donde se ubican esas discotiendas que han albergado la banda sonora de la ciudad.
Este es el lugar donde está la voz de la ciudad, donde los puristas que buscan el sonido único de un vinilo o que saben que un .mp3 nunca tendrá la calidad de un CD, seguirán visitando religiosamente la esquina de la 19 con octava. También allí permanece César, quien cuenta interminables historias y anécdotas, porque su conocimiento musical, que narra con una precisión de relojero, siempre es música para los oídos.