Los discos de Orlando Vargas, el pícaro de la salsa
Cuando se le pregunta a Orlando Vargas dónde consiguió sus discos, esboza una sonrisa jocosa y antes de soltar una carcajada responde simulando seriedad: “por políticas de la empresa nunca podemos revelar las fuentes”. Este hombre de 57 años que nunca pierde una oportunidad de hacer un chiste, un comentario sagaz o contar una anécdota divertida, llegó a la discoteca Terraza Boulevar del barrio Restrepo de Bogotá vestido con un pantalón, un chaleco de paño negro, mocacines, también negros, impecablemente pulidos y adornados con una brillante hebilla dorada, una camisa blanca y una elegante corbata con patrones azules, blancos y negros.
Desde los 11 años, cuando se enamoró de la música, Don Orlando, como se le conoce en el mundo de la bohemia capitalina, ha acumulado un montón de vivencias, cuentos y recuerdos que involucran músicos, fiestas y largas noches de juerga.
“Traje estos discos porque cada uno cuenta una historia”, dice mientras muestra algunos de los acetatos de su extensa colección, la cual afirma que tiene más de diez mil ejemplares. Pero esa soleada mañana no se podía acceder al cuarto que atesora sus discos, porque en este, el pionero de la salsa venezolana Ray Peréz, estaba descansando ya que se encontraba enfermo.
“Aquí al Restrepo he traído a Fruko, al Gran Combo, a la Ponceña, a la Orquesta Aragón”, dice Orlando quien cuenta que Ray Pérez se encontraba en su casa porque está organizando un evento de navidad para el 23 de diciembre. A parte de su cotizada colección, este hombre de estatura baja y contextura gruesa que habla rápido y con ganas, es conocido porque durante casi 20 años dirigió El Palladium, una icónica salsoteca de El Restrepo en la que por las noches se bailaba al ritmo que los discos que pinchaba, la cual tuvo que cerrar a raíz de la pandemia.
Foto por Pablo Arturo Pulido.
Por eso ahora está organizando eventos ya que su vida entera se la debe a la fiesta, a la música y a la noche. “A mi me gusta la rumba, de trabajar muy poco”, confiesa riendo Don Orlando, que empezó a comprar discos en los 70 y su primera pieza fue El Payaso (1972) de Nelson y sus estrellas. “Me creía el más duro del barrio porque tenía doce discos”, dice. A parte cuenta que para engañar a sus admiradores cuando llevaba sus pastas negras a girar en alguna tornamesa, siempre se aseguraba que al frente hubiera un disco distinto para que pareciera que llegaba con algo nuevo.
“Pero siempre eran los mismos doce”, enfatiza mientras ríe. Tal vez la mejor palabra que existe para definir a este apasionado melómano es picardía, porque a lo largo de su vida, su viveza ha sido un quinto sentido que lo ha llevado a, como él dice, conquistar sus sueños.
“La verdadera compañía de mi vida es la música. Desde siempre la valoré, sin que mi familia haya sido rumbera ni nada, el único que se obsesionó fui yo”, cuenta. Y esa obsesión lo llevó a empezar a recorrer las tiendas de las carrera décima con trece, donde se conseguían LPs en Bogotá antes de las famosas casetas de la calle 19.
Para poder comprar sus tesoros sonoros, trabajaba en una cafetería que su padre tenía cerca de la cárcel Modelo, donde se ganaba unos pesos y claro: “alguito me robaba también. Lógico”.
Pero en esos años adolescentes, tener discos no era suficiente, lo obsesionaba los griles de la época, soñaba con el día en el que pudiera sumergirse en la oscuridad de la discoteca y bajo la bola de espejos bailar con todas “esas mujeres de piernas lindas” que llegaban con sus mejores vestidos para rumbear todo la noche.
Y como no iba esperar a cumplir la mayoría de edad, ideó un plan. Empezó a ir a uno de estos antros con frecuencia y poco a poco se fue haciendo amigo del guardia. Le regalaba chocolatinas, le contaba chistes, le armaba conversación y así poco a poco fue subiendo de escalón en escalón hasta que un día el hombre tuvo ganas de ir al baño, Orlando muy sagaz le dijo: “pues vaya porque no se lo puedo tener” y por unos minutos se encargó de cuidar la puerta de entrada al desenfreno.
Comenzó a ayudar a cobrar las boletas y un buen día él fue quien pidió permiso para ir al baño y finalmente el guardia lo dejó entrar al paraíso. Ahí, entre los cuerpos sudados, las botellas llenas de licor y la música a todo volumen, supo cuál era el destino de su vida. Pero su pasión por la música es mucho más profunda que la simple diversión. Comenzó a devorar libros y ha aprender acerca de la música, sus estilos, sus formas y su interpretes. Empezó a reconocer a los músicos de los discos y a empaparse de sus vidas.
Además de recopilar información, le encanta compartirla, como cuando con orgullo narra la vida de Xavier Cugat mientras mira la portada de uno de sus discos publicado en 1957, a quien admira por su genialidad al momento de componer y porque a pulso se volvió uno de los músicos más eruditos de inicios del siglo XX.
Foto por Pablo Arturo Pulido.
Por todos sus años al frente de El Palladium, que lleva su nombre en honor a la discoteca neoyorquina que entre los 40 y 60 se volvió uno de los epicentros de la salsa, Orlando es reconocido como un gran salsero, pero dice que su música favorita es la tropical, sobre todo Los Corraleros de Majagual.
Cuenta que cuando la selección Colombia le ganó a la de Israel y clasificó al Mundial de Italia 90, celebró el triunfo en un pueblo donde con un amigo organizó una presentación de Los Corraleros.
También cuenta que en una ocasión se fue a las fiestas de San Pedro, en Neiva, con su padre para vender cacharrería: “sal de frutas, aspirina, mejoral, dolex, curitas, cremas, pasta dental”, recita de corrido imitando a un vendedor ambulante. Y después de trabajar se fue a dar vueltas por la ciudad, se reencontró con Los Corraleros y se fue pa'l baile. En la fiesta hubo un concurso de trabalenguas, y él, muy zorro como siempre, cogió el micrófono y empezó: “la perra de Parra tuvo cuatro perros”, se ganó el premio, una botella, y afirma que no se acuerda cómo volvió al hotel donde su padre lo esperaba con ganas de ahorcarlo.
“Yo he sido una persona muy afortunada con los artistas, eso es un don que dios me dio, hacer amistad con ellos”, dice Orlando que tiene más 700 fotos con músicos de todo tipo, y con más de uno ha compartido un momento preciado.
Como la vez que estaba escuchando una entrevista por radio de Rafael Ithier, fundador de El Gran Combo de Puerto Rico, quien durante una visita a Bogotá contó que desearía tener una copia de Meneame los mangos (1962), su disco debut. Orlando tenía dos copias selladas y dice que se fue corriendo al Hotel Tequendama, donde entró gritando: “¡dónde está Rafael Ithier!”.
El músico sorprendido le preguntó qué quería. Orlando pícaro como de costumbre le dijo mostrándole el disco: “maestro, ¿qué hago con esto?”.
Ithier emocionado le preguntó “¿cuánto vale?”. “No vale nada” respondió Orlando.
“¿Por qué no?”, volvió a preguntar el músico. “Porque así lo quiso dios”, dijo Orlando bromeando.
Finalmente Ithier dijo “cómo hacemos”. Y Orlando simplemente respondió: “nada esto es para usted con cariño”.
La otra copia sigue sellada y está autografiada por Eddie “La bala” Pérez, co fundador y saxofonista de El Gran Combo.
Foto por Pablo Arturo Pulido.
Una cosa que llama mucho la atención de sus discos son lo bien cuidados que están, como su copia del primer 14 Cañonazos Bailables (1961), que se ve como nueva y de la cual cuenta que tardó 20 años buscándola. “A mi me gusta mucho el aseo”, la elegancia es su sello y la recocha su esencia. Mientras echa sus decenas de cuentos a veces se seca las lágrimas de risa, “y eso que hoy estoy de mal genio”, comenta con una sonrisa.
Desde el cierre de su salsoteca, pone discos por streaming a través de su página de Facebook, y esta fiesta con Ray Pérez espera que sea el inicio de su carrera como manager y organizador de eventos. También está vendiendo y comprando discos, pero su sueño es tener la discoteca más grande del mundo y tenerla cerca al mar porque: “donde hay mar hay dinero y donde hay dinero hay bebida y donde hay bebida hay música”.
Cuando se le pregunta qué es lo que más ama de la música responde con un brillo en la mirada: “a ti te falla la suegra, los amigos, los hijos, todo, pero la música nunca te falla”. Y concluye con, “yo he trabajado en el regalo más grande que dios nos ha hecho: la música y la he aprendido a valorar y a respetar porque es infinita”.
Disfruten de esta galería fotográfica, escuchando una buena salsa.