Así suena el Caribe: un repaso por los instrumentos de la región
En Colombia existen múltiples manifestaciones culturales que expresan la variedad étnica, religiosa, las costumbres, tradiciones y formas de vida de su población, así como su riqueza natural y diversidad de climas, geografías y paisajes. La región Caribe no es la excepción. Esta manifiesta su pluralidad a través de sus ritmos, que se crean, en muchas ocasiones, gracias a los instrumentos que han nacido en estos territorios.
Algunos de ellos intentan imitar sonidos de la naturaleza y los paisajes sonoros del Caribe, otros surgen a partir de la cadencia percutiva que celebra la identidad afrodescendiente y algunos utilizan sistemas complejos de interpretación que nos ubican en un lugar privilegiado en la comprensión de la musicalidad, de una manera, que puede no ser entendida como clásica, pero hace uso de las destrezas artísticas y creadoras de la organología musical de la región.
Entendiendo esto como un proceso evolutivo cultural, el musicólogo Egberto Bermúdez, manifiesta que “las investigaciones arqueológicas en nuestro territorio revelan la presencia de artefactos fabricados por las personas hace aproximadamente 13.000 años”. El experto menciona también que los pitos, es decir, los recipientes con una entrada de aire y algunos orificios digitales que producen diferentes sonidos, son comunes en hallazgos arqueológicos en todo el territorio del país.
Y añade: “los hay antropomorfos, zoomorfos, en cerámica, piedra y seguramente existieron también en materiales más perecederos como las semillas vegetales, madera, hueso, etc. Otra familia de instrumentos musicales era la de las sonajas o sonajeros. Podían ser láminas de metal, en oro o tumbaga, que chocaban unas contra otras por acción del aire; o campanas o cencerros percutidos, lo mismo que las maracas o sonajas tubulares, es decir, calabazos o tubos cerrados y rellenos de pequeñas piedras o semillas que producían el sonido al chocar contra las paredes del recipiente”.
El territorio del Caribe es una vasta extensión que geográficamente se divide en subregiones como la Península de La Guajira, los Valles del alto Cesar y del alto Ranchería, la Sierra Nevada de Santa Marta, el Delta del río Magdalena, los Montes de María, las Sabanas de Córdoba, Sucre y Bolívar, los Valles aluviales de los ríos Sinú y alto San Jorge y la Depresión Momposina e incluso la zona insular. Esto lo convierte etnográficamente, en un cúmulo de sonoridades que se construyen y alimentan de los aires de culturas heredadas y que forman un curioso híbrido que aún retumba en la instrumentación de cada una de estas subregiones.
La influencia africana se evidencia en la polirritmia y el diálogo cruzado de tambores, igualmente sucede en el sentido del canto y palmoteos que sugieren una herencia directa desde el otro lado del océano. En cualquier rincón de las poblaciones ribereñas del Magdalena de la depresión Momposina es posible escuchar la musicalidad percutiva de los distintos instrumentos que se han ido desarrollando con distintos tamaños y que crean entre ellos, un discurso propio, como en la tambora, en la que se utilizan el bombo o la tambora, el tambor currulao, la tamborina, los cantos, las palmas, el guache y los gallitos o palitos.
El pechiche
Un instrumento poco conocido, fuera de la cultura afrocaribeña y que representa una de las creaciones más importantes para el sincretismo y la musicología de esta subregión: se trata de el pechiche
Este término que, para los costeños en general, es atribuido a las manifestaciones afectivas, es un homógrafo de uno de los instrumentos musicales más grandes de la región. El pechiche es un tambor muy grande, de aproximadamente 2 metros de largo por 40 centímetros de diámetro, en el aro que sostiene el parche de cuero de chivo o cabra. La boca inferior, abierta, mide unos 25 centímetros, puesta sobre una horqueta de apoyo. Este tambor se toca solamente en las fiestas rituales y ceremoniales de los muertos en el Lumbalú de Palenque de San Basilio, en Bolívar. Es de origen africano procedente del Dahomey y similar al tambor "mina" de Venezuela. El Patronato de Artes y Ciencias de Colombia explica que “para su ejecución se usan las manos abiertas golpeando la membrana, y solamente lo pueden tocar personas que dominan los toques y tienen categoría ceremonial, conocida como la fiesta de Batá”.
El carángano
Si continuamos por este recorrido por el territorio musical de la región, atravesamos el río Magdalena hacia Pivijay y poblaciones del norte del Atlántico, nos encontramos un cordófono cuya interpretación es atribuida solo a las mujeres.
Se trata del Carángano, un instrumento de una sola cuerda, compuesto de tres elementos básicos: un soporte, un cuerpo de resonancia y una cuerda.
Según el escritor e investigador Álvaro Rojano, “la descripción típica del instrumento trata de una rama encorvada, sujeta a un trozo de madera del que se desprende una cuerda o pedazo de alambre cuyo extremo es sujetado a un segmento de cuero de un animal, una lata de aluminio, un trozo de madera o una caja de madera. En Pivijay, Magdalena, la cuerda era una combinación de un alambre. En oportunidades, el número de cuerdas utilizadas era superior. En Canoas, Magdalena, de 3 a 4 eran los cordeles y pitas llamadas “tres listas” que revestían con cera extraída de colmenas de abejas conocidas como “Canatos”. La cuerda era una combinación de un alambre dulce con un bejuco denominado ‘Chupa Chupa’”.
El instrumento matriarcal, que por su sencillez puede ser encontrado en algunos hogares de poblaciones como Chorrera, Atlántico, ha servido para interpretar aires musicales, en un sonido propio y que generalmente cuentan historias con animales como protagonistas. El sonido de este instrumento es parecido al de una guitarra acústica y al de un tambor llamador. No obstante, hace parte de la organología indígena y tiende a desaparecer a medida que quienes lo tocan dejan este plano.
Las gaitas, macho y hembra
No sucede lo mismo con otros instrumentos del Caribe, que se han ido adaptando a las nuevas sonoridades y que se incluyen en las fusiones generadas desde esta región. Ese es el caso de las gaitas hembra y macho. Su aparición está registrada entre los pueblos amerindios del grupo de los chibchas, concretamente de los koguis, que habitaban las costas caribeñas hasta la llegada de los españoles y la población indígena de los Montes de María. Estas gaitas terminaron siendo adoptadas por los negros y mestizos llegados en tiempos hispánicos.
Aquel mestizaje lo manifestaron los gaiteros de San Jacinto en su composición El buen heredero: “Yo soy el buen heredero, yo soy el buen heredero… del negro, el indio y el blanco; del negro heredé el tambor, del indio heredé la gaita y del español heredé su canto”.
Las gaitas se fabrican artesanalmente con materiales naturales y su longitud puede variar, pero están entre los 70 y 80 centímetros. El cuerpo se hace con el tallo de una planta de cardón o de pitahaya. Su cabeza es de cera de abejas y carbón vegetal. La boquilla, por su parte, se elabora con el cañón de la pluma de pato. La gaita hembra es la encargada de llevar la melodía, esta tiene cino orificios similares a la flauta. Mientras tanto, la gaita macho tiene sólo dos orificios y es la que marca el compás y el contrapunto con notas graves. Existe otra gaita, menos popular, llamada gaita corta o machiembriá, que tiene seis orificios y es utilizada como instrumento solista. Generalmente, un gaitero interpreta la gaita macho con una mano y con la otra, a la vez, la maraca.
La adaptación de estos dos instrumentos de viento a las nuevas sonoridades del Caribe y del resto del país, es una muestra de la evolución de la música de raíz, maleable con instrumentos modernos y múltiples estilos. Tal es el caso de agrupaciones emergentes como Bozá nueva gaita, quienes desde la región Caribe, llevan más de siete años creando nuevas sonoridades a partir de la fusión de una gaita macho, una hembra, percusión y guitarra eléctrica.
La turrompa
Las fusiones son lo que nos lleva directamente a la zona más alta de nuestro territorio nacional: la Península de la Guajira. Con una riqueza cultural que data de la familia Arawak, los wayúu habitan en la península conformada por sabanas semidesérticas y bajos montes de seca vegetación. Hoy en día la población indígena es cercana a los 120.000 individuos que se dedican en su mayoría al pastoreo de ganado, la extracción de sal marina y recientemente, al desarrollo de la minería del carbón.
La organología musical de la Guajira, según menciona la musicóloga e investigadora Graciela Valbuena Sarmiento, “presenta un despliegue formado básicamente por instrumentos membranófonos, aerófonos e idiófonos. El músico descarta el discurso teórico, prevaleciendo el lenguaje simbólico asociado al mundo espiritual y simbólico de la tierra y las relaciones amorosas, utilizando un discurso metafórico. Los instrumentos son pequeños, el sonido puede ser dinamizado según la expresión y el carácter del instrumentista”.
La turrompa hace parte de la sonoridad wayúu. Este instrumento consiste en una lámina elástica de metal, uno de cuyos extremos está adherido a un marco metálico o de madera en forma de herradura. La lámina se tañe con los dedos, produciendo su vibración en la boca de quien la toca. Aunque el instrumento como tal produce sólo un sonido, se pueden obtener diferentes armónicos, cambiando la posición de los labios, mejillas y lengua. “Alrededor de la clasificación de este instrumento, existen algunas discusiones sobre si es aerófono libre o idiófono, puesto que la materia que está vibrando es el cuerpo mismo del instrumento y no el aire” manifiesta la investigadora.
Algunos músicos jóvenes de la misma región han incluido esta instrumentación en propuestas de latín jazz o música clásica con intervención de turrompa como el caso de Henry Pimienta Pushaina, un músico profesional egresado de la Universidad del Atlántico, que presenta su propuesta de fusiones musicales a través de la incorporación del Jayeechi (canto de los indígenas Wayúu), en sus composiciones de guitarra clásica. Henry fusiona la guitarra con la turrompa, y ha obtenido como resultado la composición de las obras “Achijirrawaa Wayúu”.
Quijada equina
Nuestra parada final atraviesa el mar Caribe para llegar a la Isla de San Andrés, donde la sonoridad isleña reúne los ires y venires aprendidos de las islas con las cuales comparten afinidades rítmicas. Uno de los instrumentos que continúa vigente en los ensambles musicales es la quijada de caballo y de burro. Este es uno de los instrumentos característicos de las músicas tradicionales de diversos países del Caribe y de América Latina.
Como se describe en el archivo sonoro del Banco de la República “las quijadas son de herencia africana y su uso en países como Colombia, Cuba y Ecuador, entre otros, evidencia la transmisión y transformación de costumbres, prácticas y objetos que llegaron a estos territorios con la esclavitud durante la colonia”.
Se usa la equina porque tiene un espacio entre los dientes incisivos y los molares. Este espacio llamado asiento, que es donde se coloca el freno, sirve para agarrar el instrumento con los dedos índice y anular y pulgar, quedando libre la otra mano para frotar los molares con una costilla de res o golpear los lados de la quijada. Su sonido es similar al de la guacharaca y se utiliza tanto en las agrupaciones de música tradicional isleña como en las fusiones ocurridas en los últimos años. La utilización de mandíbulas no implica que se hiera a un animal, pues siempre se utiliza un esqueleto.
Todos estos instrumentos y otros que no mencionamos y los géneros musicales creados a partir de ellos, son el sinónimo de una rica identidad cultural de los músicos de la región Caribe y en últimas, de todo el país.