Escarbando en la historia del folclor colombiano
1934 fue uno de los años más importantes de la historia colombiana. Pero no solo porque se firmó el Protocolo de Río de Janeiro, que puso fin a la guerra entre Colombia y Perú, sino porque el 28 de octubre, un músico y empresario cartagenero llamado Antonio Fuentes, fundó la primera casa disquera del país: Discos Fuentes. Gracias a esto, la industria musical nacional empezó a fortalecerse y convertirse en un lucrativo negocio, pero también arrancó una revolución cultural encabezada por la música caribeña. La cual dejó muchas joyas sonoras que hoy se encuentran perdidas, pero a pesar de ese olvido, hay varias grabaciones que sobrevivieron y están alojadas en la red, esperando ser encontradas por oídos curiosos.
A finales del siglo XIX y principios del XX, las clases altas colombianas tenían un desdén absurdo por la música que se hacía en el país. Gracias al legado colonialista, del que todavía no nos desprendemos del todo, a la mayoría de las personas de clase media y alta, les gustaba escuchar música europea como valses, pasos dobles, polkas y operetas; se alejaban de los ritmos populares, porque no los sentían lo suficiente refinados, los consideraban vulgares, con poco valor estético y cultural.
Sin embargo, el bambuco logró romper estos estigmas, porque desde mediados del siglo XIX ganó mucha popularidad en buena parte del país y era disfrutado por todas las clases. Esto fue en parte porque esta música fue usada en los discursos nacionalista para exaltar la identidad colombiana. Básicamente se convirtió en la música oficial del país y gracias a artistas como Pedro Morales Pino, que perfeccionó este ritmo, esta música se esparció por todo el territorio. Lo curioso es que a pesar de tener orígenes campesinos y mestizos, esta música de la región andina se consolidó como un sonido urbano que, junto con otros ritmos como el tango y el bolero, musicalizó la vida en las crecientes ciudades del país.
Se podría decir que en esos años, la música sucedía de una forma muy espontánea y orgánica. Era algo que había que buscar y guardar en la memoria, ya que antes de la década de los 30, en Colombia no existía la radio. Si se quería armar un baile o simplemente pasar la tarde escuchando discos, tocaba tener un gramófono o una radio de onda corta que sintonizara las estaciones extranjeras, lo cual era muy difícil de conseguir por sus altos costos. Solo las elites tenían acceso ilimitado a esto y el resto de la población básicamente tenía dos opciones para consumir música: ir a una cantina o a un café o escuchar algún conjunto que tocara en vivo.
Estos fueron los años dorados de los teatros y los salones de baile en donde sonaban las orquestas. Pero en la ruralidad, la música se juntaba con las labores del campo, y los músicos en el día trabajaban la tierra y por las tardes y noches tocaban sus instrumentos.
En el libro Música, raza y nación: música tropical en Colombia (2000), Peter Wade afirma que en los años 30 comenzó a notarse un cambio en los patrones de consumo musical. Esto en parte se debió a que en 1929, el presidente Miguel Abadía Méndez inauguró HJN (hoy Radio Nacional), la primera estación de radio de Colombia, lo que permitió que por primera vez la gente del país empezará a escucharse. Esto se juntó con la popularización del cine que trajo muchos sonidos foráneos, sobre todo de México y Argentina, los cuales comenzaron a integrarse a la cotidianidad.
Hacia los 30, la música antillana y el bolero tomaron fuerza, además empezó a llegar el jazz que poco a poco se infiltró no solo en los oídos, sino en las formas de hacer música. Aún así, la élite seguía muy distanciada de los sonidos populares e incluso estás nuevas músicas foráneas les parecían vulgares y de mal gusto. Pero había un punto de convergencia en el que nada importaba y todos bailaban a un mismo ritmo: Los carnavales, y en la costa Caribe el rey era, y siempre será, el Carnaval de Barranquilla.
Entre este mundo de sonidos contradictorios creció Antonio “Toño” Fuentes, quien a pesar de pertenecer a una acaudalada familia de Cartagena, tan desconectada con el país que cuando él nació todavía tenían esclavos, desde pequeño sintió gusto y atracción por la música popular caribeña. Esto lo supo combinar con su olfato para los negocios y su capacidad para leer patrones de consumo.
Tal vez por eso los dos discos con los que Discos Fuentes nació apuntaron a las nuevas tendencias de la década. El primero incluyó “Dos almas”, un bolero de Gregorio Barrios, del que Toño Fuentes hizo una versión instrumental con su guitarra hawaiana, que se prensó junto con otro bolero llamado “Deuda”. El otro disco fue grabado con la Orquesta A Número Uno dirigida por Lucho Bermudez e incluyó un danzón, ritmo cubano, llamado “La Doble Cero”, compuesto por el propio Lucho, y “La vaca vieja”, un porro que se le atribuye a Clímaco Sarmiento.
Entre las décadas del 30 y el 40, empezó a crecer la industria fonográfica de Colombia, los artistas al fin pudieron grabar en el país, aparecieron nuevos sellos como Discos Tropical o Sonolux y la música costeña empezó a tomarse todo el país. Cumbia, vallenato, porro, comenzaron a volverse los ritmos más fuertes, pero el crecimiento de esta industria vino con unos énfasis comerciales que transformaron la música típica colombiana. Instrumentos foráneos como el clarinete, el saxofón y el acordeón se integraron a las composiciones y también formas y estructuras tomadas del jazz se aplicaron a las de las músicas colombianas.
Pero al tiempo que sucedían estás fusiones y experimentos sonoros, en el campo, la música tradicional continuó haciéndose de formas muy orgánicas y muy ligadas a las raíces afros e indígenas de las que se desprendieron los ritmos que hoy forman la identidad sonora nacional. Esta música muchas veces se hacía de forma funcional, como animar fiestas patronales, matrimonios o acompañar funerales. Y si bien los conjuntos estaban lejos de las ciudades y sus estudios de grabación, a mediados del siglo XX se empezaron a grabar estos sonidos de dos formas. Por un lado, hubo una intención comercial y de aumentar los catálogos de las disqueras y por otro, el inicio de los estudios antropológicos en el país motivó a varias personas a aventurarse al interior para conocer los sonidos que acompañaban la vida.
Urian Sarmiento Obando es músico, investigador, cofundador de Sonidos Enraizados y forma parte de la banda Curupira. En el año 2019 publicó su tesis de la maestría en musicología de la Universidad Nacional, titulada Los Gaiteros de San Jacinto y la industria fonográfica, 1951-1980. En este texto, rastrea los primeros registros que se tiene de la música de gaitas, y hace un recorrido que va desde testimonios escritos de inicios del siglo XIX, donde se describen unos encuentros musicalizados con tambores y flautas, en los que personas afro e indígenas bailaban de forma similar a lo que hoy se conoce como cumbia y bullerengue. Y finaliza con los últimos discos que Los Gaiteros de San Jacinto grabaron en los años 80.
Urian cuenta que la primera grabación comercial de un conjunto de gaita del que se tiene registro, fue publicada en 1951 por el sello estadounidense Folkways, que hoy forma parte del museo Smithsoniano. Esta canción es el corte número 12 de un álbum llamado Negro Folk Music from Africa and America, editado por Harold Courlander con notas de Richard Alan Waterman, que lleva el título de “Colombia cowherds” y es una reedición de “El descanso del vaquero”, canción grababa por Fuentes en formato de 78 rpm, atribuida al Conjunto los cumbiamberos. Pero no se tiene información de quiénes conformaron este conjunto, ni cuándo se grabó exactamente, e incluso no es del todo claro si este fue un conjunto real o era un nombre genérico que se le daba a los músicos que llegaban a grabar en los estudios de Fuentes en sus pasos por los carnavales.
Negro Folk Music from Africa and America, no tuvo circulación en Colombia, el primer disco que se vendió en el país de música de gaita del que se tiene registro fue un disco de 78rpm publicado en 1953, que incluyó las canciones “Tómate el trago Silvestre” y “Agua Sala”, grabadas por Manuel Silvestre Julio y su Conjunto de Gaitas.
A finales de los 50 y durante los 60 varios etnomusicólogos empezaron a recorrer el país para registrar la música tradicional e hicieron varias grabaciones que tenían fines académicos y divulgativos. Muchos de estos registros quedaron en archivos, pero en Colombia hay un gran problema con la memoria y falta catalogar, ordenar y digitalizar esas grabaciones que fueron hechas en cintas.
Una de las primeras personas que se aventuró a grabar en campo fue la etnomusicóloga y compositora argentina Isabel Aretz, quien dejó una extensa obra dedicada al folclore latinoamericano. Fundó en Venezuela el Instituto Interamericano de Etnomusicología y Folklore y en el 59 viajó por Colombia registrando la música del campo. Pero esos registros fueron donados a la Universidad Dos de Febrero de Buenos Aires y no están catalogados.
En 1959 también se fundó el Centro de Estudios Folclóricos y Musicales (CEDEFIM), dirigido por Andrés Pardo Tovar, en donde se hizo un valioso aporte de investigación y documentación de la música tradicional del país. Grabaciones, entrevistas, textos y análisis de la historia, la cultura y las formas técnicas del folclore de las distintas regiones de Colombia forman parte de los documentos de esta institución y actualmente varios de esos archivos se pueden consultar y descargar de forma libre en los catálogos de la Biblioteca Nacional y la Biblioteca Luís Ángel Arango.
La gran mayoría de estas investigaciones no tenían fines comerciales, por lo que no llegaron al público general. Pero sí hubo registros que salieron en vinilo, uno de los más importantes es Introducción al Cancionero Noble de Colombia, publicado en 1962 y realizado por el historiador y político Joaquín Piñeros Corpas junto con la Universidad de Los Andes y el Ministerio de Educación. Esta producción estuvo compuesta por tres discos que reúnen sonidos de distintas regiones de Colombia.
En los 60 también se dio una de las recopilaciones más interesantes y extensas que se han hecho de la música folclórica en lo que se podría llamar su forma más cruda. En 1964, 1965 y 1968, el etnomusicólogo estadounidense George List, viajó junto con Delia y Manuel Zapata Olivella por Bolívar y documentó horas de charlas con músicos de la región, sobre todo de San Jacinto. Este material lo usó para escribir varios libros sobre la música del país, y durante años el material estuvo únicamente en los archivos de la Universidad de Indiana. Pero gracias al trabajo del profesor universitario y también cofundador de Sonidos Enraizados, Juan Sebastián Rojas, más de 50 horas de material están digitalizadas y se pueden consultar y descargar en el Fondo George List, de la Biblioteca Nacional.
Es muy interesante sumergirse en estas grabaciones porque hay entrevistas a los viejos maestros de la música del Caribe, interpretación de canciones,explicaciones de las formas y cómo y cuándo se tocan, hay algunos registros de los cantos de vaquería de la costa y de las zafras, que ya no se hacen, hay décimas y cuentos y chistes contados por los entrevistados de List. Esta es una ventana muy valiosa a una parte de la raíz del folclore nacional y de la identidad caribeña.
En esa época los hermanos Zapata Olivella también hicieron un trabajo invaluable de investigación, recopilación y difusión de la cultura afro colombiana. Y entre las cosas que publicaron, en 1963 sacaron un álbum llamado Berejú, el cual tiene algunas de las primeras grabaciones que se hicieron de las músicas del Pacífico. Este disco incluye arrullos, alabaos, currulaos, rumbas chocoanas entre otros sonidos de esta región.
En 1956 el grupo de danza folclórica de Delia Zapata Olivella hizo su primera gira por Europa y en ese viaje se grabó en París Flute Indienne de Colombie y Rythmes et chants de Colombie, que incluyó el repertorio de las presentaciones y fue interpretado por los músicos de ambas costas que viajaron, a quienes se les nombró como Orquesta Popular Colombiana.
Esto es solo un pequeña muestra de la música tradicional costeña colombiana, y si bien se pueden encontrar varios registros digitalizados, no hay certeza de cuánto se perdió en el tiempo y mucho menos dónde están. Quién sabe cuántos registros históricos están adornando paredes, son tapas de cuadernos o están refundidos en alguna caja esperando sonar de nuevo. Tampoco sabemos qué discos se llevaron los coleccionistas extranjeros que aprovecharon el olvido para comprar joyas del pasado a precios muy baratos y sobre todo, no sabremos cuántos artistas jamás obtuvieron nada, ni siquiera el crédito, por las increíbles obras musicales que crearon. Pero poco a poco, gracias a investigaciones como la de Urian, esa memoria es menos nebulosa y aquellos sonidos que forjaron nuestra identidad sonora regresan a nuestros oídos.