Dos libros escritos por excombatientes sobre su relación con la naturaleza y el agua
En medio de entramadas y complejas formas que toma la selva para sostener la vida, en ese caos divino y violento que se abre paso para dar a luz al agua, a la tierra, a las distintas especies que allí habitan, siempre hay campo para la supervivencia de quien sabe leer los signos que aquí se entretejen. El tamaño de las piedras, el espesor de las nubes, el olor de las plantas; todo da pistas de un espacio que es y ha sido a la vez refugio, medicina y escenario de guerra para miles de personas en Colombia. Así lo evidencian dos libros con relatos sobre las vivencias de signatarios de la paz en la espesura del monte: Naturaleza común y Agua corriente, ambos coordinados por Juan Álvarez, en el marco de dos laboratorios de la Maestría en Escrituras Creativas del Instituto Caro y Cuervo en alianza con el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación.
Para ahondar más en esta historias que de una u otra forma se desmarcan de la narrativa tradicional de la guerrilla que gira en torno a la violencia y el horror, conversamos con Carmen Millán, Directora del instituto y con Andrés Castaño, estudiante de la maestría y quien hizo parte de ambos laboratorios. El primer de estos libros fue lanzado el año pasado y el segundo se publicó este 2022; ambos dan cuenta de historias emocionantes, a veces trágicas, a veces esperanzadoras alrededor de esa gran cobija que fue la selva para la extinta guerrilla de las FARC que desde 2012 hasta 2016, comenzó y firmó los Acuerdos de Paz con el gobierno colombiano con el fin de apostarle a nueva visión política.
Y aunque esos contextos de la paz y la guerra están presentes, algunas veces más que otras en las narraciones, lo interesante de estos dos libros es que ponen el foco en unas sensibilidades, unas remembranzas amarradas a la tierra, ese espacio que paradójicamente se benefició de la guerra y que al tiempo representó —y sigue representando— un lugar de disputa de derechos de todas las formas de vida.
Todo comenzó con un laboratorio, un proyecto de extensión de la maestría, dice Castaño. “Se hacía una convocatoria y uno como estudiante aplicaba y ya entre los docentes escogían a las personas. De ahí salió un equipo de cuatro estudiantes: Sergio Román, artista plástico, Christian Rincón, poeta, Lisa Colorado que también escribe y yo que iba a estar encargado de la asistencia editorial y el montaje”, agrega el estudiante, quien explica también que como la respuesta del público fue favorecedora con ese primer tomo, decidieron seguir trabajando como equipo en un segundo laboratorio, esta vez enfocado no solo en la naturaleza, sino en el agua.
Con los excombatientes, con quienes pudieron ponerse en contacto gracias al Centro de Memoria, primero entablaron diálogos, donde, según Andrés, se iban revelando a sí mismos lo que querían contar. “Ellos saben que están llenos de historias, te cuentan un montón de cosas que les pasaron en la manigua, en los ríos, en todo lado, pero la parte de escribir esas historias de una forma llamativa es la más difícil”, dice.
Siempre está el caso de la persona que hace una muy buena primera versión, agrega, pero hay quienes no consiguen traducir a texto eso que cuentan tan bien hablando: no está la misma atracción verbal, las mismas cadencias. “En estos casos aplicamos ‘el método de la oreja’, el mismo que utiliza la escritora, Svetlana Alexiévich, quien escucha a las personas que estuvieron en la guerra y trata de pasar su voz de manera muy fiel al texto”, explica, diciendo que este no fue solo un reto intelectual, sino también sonoro: se trató de calcar muy bien su voz y todos sus matices.
Desde los laboratorios también compartían, entre otros referentes literarios, Las guerras del agua de Vandana Shiva y dos libros del escritor colombiano, Ignacio Piedrahita, La verdad de los ríos y Grávido río con los excombatientes. “Estas lecturas no eran solo un referente a la hora de contar su historia, sino a la hora de denunciar algo con lo que no estaban de acuerdo o decir: 'yo veía esto malo que hacían con el río, las lagunas, ¿cómo lo digo en mi texto?'”, puntualiza Andrés quien además agrega que habían algunos que ya habían tenido la experiencia de publicar libros y escribir, sobre todo en diarios que fueron como su gran confidente en la vida armada, pero la mayoría no. La idea, entonces, era que ese proceso fuera agradable y estimulante.
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—¿Y usted para qué escribe esas pendejadas? —me preguntaba Gato.
—Para que no se me olvide.
—Usted está loca porque no se acuerda de las cosas.
Pero lo que yo cargaba en esos cuadernos no era mi memoria, sino mi corazón, que es otra forma de volver hacia atrás y hacia adelante. Recuerdo que muchas veces tuve que escribir a escondidas en hojas que iba guardando en bolsas para que no se mojaran cuando pasaba por los ríos y las quebradas. Incluso, le había sacado un bolsillo nuevo a la maleta para que, en las revisiones que nos hacían, no encontraran nada, dice Disney Cardoso en su texto, La espiral del caracol.
Para Carmen Millán, el proceso de escritura para los excombatientes podría describirse como algo liberador. El hecho de que fuera este grupo del instituto y no algún tipo de organismo que tramita sus relatos en búsqueda de verdad o reparación como la JEP o la Comisión de la Verdad, dice, los obligó a despojarse de una idea de diálogo de justicia transicional y más bien enfocarse en la autoficción.
“Quién lee estos relatos está leyendo la vida de unas personas que están en contacto con la naturaleza y conociéndola. Lo que está en el centro del asunto es un saber que se ha adquirido y que se trae como riqueza un mundo distinto que se vivió en la selva”, dice Millán, mencionando por ejemplo, ese conocimiento que se relata muy bien en Un lector de la naturaleza, escrito por Doris Suárez en homenaje a Roger, un campesino con quien entabló una bella amistad.
“Sus ojitos felinos leían de corrido y sin vacilar los aromas de las plantas, el canto de los pájaros, el grosor de los árboles, el tamaño de las piedras; una cantidad infinita de signos sutiles que mis ojos alfabetos dejaban escapar. Rollito reconocía la naturaleza convulsa y silenciosa. Identificaba el suave y lejano rumor de los árboles y los diferentes olores del verde con tanta naturalidad que contrastaba con su reticencia para la lectura y la escritura”, narra el relato que es un homenaje, un duelo a un amigo y a una separación que no había podido ser posible antes.
También está el personaje de Augustina en Agua corriente, dice Millán, una iguana domesticada con una uña pintada de rojo que la vuelve identificable. “Se volvió una mascota y no quiero revelar más, pero ese personaje se impone de una manera tan radical en toda esa convivencia con los animales que plantea el relato, que es una imagen que se queda grabada. Cualquier persona que se aproxime a los relatos va a encontrar una relación con la naturaleza, que no es de la gente que tiene perrito y lo saca todos los días e intenta cubrir los afectos. Aquí hay una cosa más de piel”, enfatiza.
Según ella ambos libros dan cuenta de una idea básica de las dinámicas de vida guerrillera: la selva no perdona si no existen conocimientos del terreno. En definitiva es algo que tal vez las personas que vivimos en las ciudades no podemos entender del todo y algo que los mismos excombatientes que no nacieron en el campo relatan en sus narraciones.
“En mi recorrido por esos territorios aprendí que la supervivencia estaba en el detalle. Encontrar una huella en el suelo disperso, reconocer un olor distante, deshacer con la punta de la bota un rastro. Yo descansaba y amaba con la misma rigurosidad que empleaba para seguir viva. Ya no podía seguir viviendo como lo hacía en la ciudad. La selva me exigía otro tipo de compromisos, otra forma de entrar o salir de los espacios”, dice, por ejemplo, Suan Sánchez en su relato De la ciudad a la selva.
Y es que ese rigor del que habla Sánchez no solo se necesita para sobrevivir al salvaje contexto, sino para no replegarse a sus enemigos y a su vez poder cumplir sus objetivos individuales y colectivos.
Relacionado a esto, en estas historias hay implícitas también “un montón de situaciones pesadas”, dice Castaño, quien menciona el capítulo de Mucha lora he dado en el río Guayabero, de Naturaleza común. “‘Él me decía, “nosotros, dejamos, por ejemplo, un montón de carreteras que el ejército después destruyó. Después del Proceso de paz, el ejército se las apropió y a pesar de que pudieron haber sido pavimentadas, las destruyeron’. Y yo le preguntaba: ‘bueno y ,¿cómo hacían esas carreras?’ y me decía, ‘íbamos los lunes a los pueblos y nos llevamos a trabajar a la gente que estaba tomando y les dábamos comida y dormida y la teníamos el tiempo que fuera necesario para la construcción''', relata Andrés, contando que él no le preguntaba de frente si eso era rapto o trabajo forzado.
“Creo que en esa relación de uno al momento de enjuiciar algo frente a ellos, si necesitaba una pericia del discurso y no tratar de encajonarlos en sentencias personales, ni en opiniones que pudieran lastimar su intención de dar el relato”, dice y explica que justamente esos diálogos eran los más difíciles por esa situación de guerra que estaba ahí siempre inmiscuida y por ende, tenían que ir “pisando con cuidado” para no detonar memorias muy dolorosas.
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“Fue el primer bombardeo que viví de cerca. La luna sólo alumbró las primeras horas de la noche, después de eso sucedió una larga oscuridad casi premonitoria. Estábamos de marcha, yo había pagado el primer turno de guardia y quería irme a dormir. Sin embargo, seguimos caminando, y en la pausa nos acostamos con mi socio —novio— en ropa interior. Eran las dos de la mañana cuando llegaron los aviones y comenzaron a bombardear a una de las compañías que estaba cerca de nosotros. Allí, en medio del estruendo, me di cuenta de que estaba en la guerra, y que ni siquiera durmiendo se estaba a salvo.
Ese día puse los pies en la tierra, lo que es curioso, porque las mariposas tienen el sentido del gusto en las patas y yo había adquirido una nueva percepción por medio de la muerte, a razón de pisar el suelo con otra conciencia. Soy una mariposa y un manglar, una mariposa descansando en una raíz del manglar, un manglar descansando en las patas de una mariposa”, cuenta Indira Cerpa en Mutatis Mutandis, un hermoso relato lleno de convicciones políticas y mucha humanidad.
Es innegable, tal como lo explica Carmen, que estos relatos son el resultado de unas vivencias de unas poblaciones coartadas por la guerra y el conflicto, pero que de pronto se abren y pueden negociarse a través del proceso de la escritura.
Por ejemplo, Manuel Bolívar, en Todo es agua hace un bello texto en el que reflexiona sobre este elemento natural, pero sobre todo, narra la historia de un amor que nació en la selva, dejándonos ver su vasto mundo emocional. “Decir que la lloré un río es como decir nada. Tal vez un mar podría contener mis lágrimas, o quizás mil lagunas de páramo alto. Lo cierto es que hoy escribo estas letras y se me escurren entre los dedos y pienso en ellas como los hilos acuosos que riegan la tierra fértil que ha de cosechar nuevos frutos, nuevos sueños de amor y de dolor. El agua, estas lágrimas mías, hoy también son todo”.
Y es que justamente ahí está toda la belleza de estos dos libros que le dan la palabra a ellos, quienes pusieron el cuerpo para la guerra y alzaron campamentos entre la lluvia y en medio de lodazales. Esto para reconfigurar sus propias narrativas y poner la mirada en esos elementos que solo ellos saben que les pertenecieron en su paso por la guerra: esas lágrimas derramadas, esos sueños adolescentes, insurgentes, las contradicciones de su naturaleza, la nostalgia de sentir una familia lejos, una selva que era abrigo y escudo y unos proyectos de vida que ahora se abren paso, en muchos casos, como una diminuta trocha empedrada lo hace en medio de una montaña y como los árboles que buscan la luz, aún cuando sus raíces poco a poco se están empezando a expandir entre el asfalto y las calles cuadriculadas de las ciudades.
En estos enlaces pueden descargar gratuitamente Naturaleza común y Agua corriente.