Explorando el Pacífico colombiano con el viaje cinematográfico de Santiago Lozano Álvarez
Por: Jaime Andrés Monsalve
“La selva nos indicó el plan de rodaje”, Santiago Lozano A., director.
Desde hace varios años, las inquietudes del realizador caleño Santiago Lozano Álvarez se han dirigido hacia los elementos tradicionales del Pacífico colombiano, desde la cotidianidad de sus gentes hasta sus más íntimas ritualidades pasando por su música, las bebidas ancestrales y su relación con la muerte, todo ello enmarcado en un panorama contrastante donde privilegiados y paradisíacos escenarios naturales de nuestra geografía son a la vez territorio de guerra entre muchos actores y pasto del extractivismo y la minería ilegal.
Esos intereses quedaron plasmados primero a través de su documental Viaje de tambores (2005), en el que hace el seguimiento de una agrupación timbiquireña en su peregrinaje hacia Cali, a la víspera de su participación en el Festival Petronio Álvarez.
Luego ahondó en sus reflexiones con Siembra (2015), su ópera prima argumental en codirección con Ángela Osorio. Y ahora regresa con Yo vi tres luces negras, una pieza elegíaca, cinta a la vez poética y de denuncia, en donde a la conjunción de todos aquellos elementos se suma la poderosa música escrita y cantada por Nidia Góngora.
Radiónica habló con el joven realizador tras el estreno de la cinta en la edición número 63 del FICCI.
De alguna manera, esta cinta nos invita a seguir descubriendo una región que hasta no muchos años seguía siendo invisibilizada. ¿Qué decir sobre esas investigaciones que usted ha adelantado?
Es un interés muy fuerte el de adentrarme en la cultura del Pacífico, principalmente porque vivo en Cali, habito una ciudad totalmente determinada en su identidad cultural, por la presencia de la migración del Pacífico colombiano, y eso me lleva al territorio, a tratar de conocer más de esa cultura. Eso, que empezó con una inquietud a partir de la música, me llevó también a hacerme preguntas sobre la ritualidad, a descubrir elementos que tenían que ver con la tradición minera, pero también esas diferentes capas de violencia y de guerra que han habitado el territorio, y el cómo median las expresiones culturales en esa relación extractiva que ha tenido el centro sobre el Pacífico colombiano.
Aparte de ello, en la cinta hay una suerte de línea que transversalmente atraviesa el asunto, y es la de la muerte y la visión tan particular que se tiene en las comunidades del Pacífico colombiano respecto de ello…
Sí, el protagonista hace las veces de puente entre el mundo de los vivos y de los muertos, y creí que la película debía dialogar con esa tradición cultural, para poder adentrarse en un espacio espiritual y crear un universo posible para hablar de la guerra desde otros lugares. Creo que eso también fue determinante para ir tomando decisiones en relación con la película: cómo sería el ritmo, la imagen, su sonoridad, muy en correspondencia con estar siempre a punto de atravesar el umbral en esa línea divisoria entre la vida y la muerte, entre la noche y el día, que nos plantea de alguna forma también este escenario.
Las locaciones son muy singulares porque tienen tanto de paradisiaco como de vorágine, hablando en palabras de absoluta vigencia por estos días. ¿Qué tan aptas fueron esas locaciones a la hora de rodar?
Cuando empezamos la etapa de preproducción con los productores Ana María Ruiz y Oscar Ruiz, teníamos una gran pregunta y era dónde situar el rodaje de la película, que al haber nacido tras la visita a muchos territorios no estaba inspirada en un lugar en particular. Afortunadamente, en esa exploración nos encontramos con Aguaclara, corregimiento de Buenaventura, que no solamente nos facilitaba un asunto, digamos, de viabilidad en términos de acceso, sino que también nos ofrecía una geografía muy interesante, con tres ríos muy diferentes que convergen entre sí. Por tratarse de un viaje, la película necesitaba una geografía que tuviera muchos matices. Hay un asunto también topográfico, muy diverso, que afortunadamente nos dejó trabajar muy bien.
¿Cómo se estableció la relación con la comunidad a la hora del rodaje?
Encontramos grandes aliados en el Consejo Comunitario y en la comunidad de Aguaclara, que empezó a comulgar y a entrar orgánicamente en las ideas que estábamos explorando. De ellos aprendimos mucho en su relación de protección de la tierra. Entonces encontramos una sinergia muy interesante con la comunidad, y fue empezar a trabajar también en comunión con la selva.
Pero uno puede perfectamente llegar a pensar que no debieron haber sido condiciones geográficas y climáticas muy amigables...
Sí, pero rápidamente nos dimos cuenta de que esa dureza iba a conformar el carácter de la película, porque no teníamos que pelear contra esas condiciones naturales, sino precisamente dejarlas ser y aprender a habitar la selva. La selva fue la que nos indicó el plan de rodaje, nos indicaba que podíamos hacer cada día. Afortunadamente conté con un equipo de gran experiencia, que no solo pudo reaccionar a esas condiciones, sino que también demostró una espiritualidad y una energía muy bonita de entrega, de confianza tal por la película que de alguna forma también se convirtieron en una suerte de protectores de la historia.
Hay una muy buena noticia también y es que Yo vi tres luces negras llega pronto a salas de cine nacionales, ¿no?
Exacto, desde el 9 de mayo. Esperamos que mucha gente se conecte para hacer esta inmersión, un viaje que es experiencial dentro del territorio, y que es lo que les va a ofrecer la película.