“¡El cine resiste, carajo!”: los principios del cine documental en Colombia
Son varios los historiadores que afirman que la década de los 60 terminó por moldear de una u otra manera el presente que vivimos. Fueron años convulsos, con un protagonismo particular por parte de la juventud, que puso en sus espaldas el peso de cambiar el mundo; en medio de las tensiones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, de la amenaza nuclear, de la Guerra de Vietnam, la Revolución Cultural en China, las Revueltas de Praga, el triunfo de la Revolución cubana, las marchas de Mayo del 68 en París y una larga lista de hechos nutridos por la desazón y los anhelos de una generación.
Son bien conocidos varios hitos que de una u otra manera marcaron al cine nacional: desde el denominado Caliwood de los años 70 y 80 a curiosos personajes como Jairo Pinilla, con su cine de terror, también de estas décadas. Pero, precisamente en los año 60, en medio de esa efervescencia política, un puñado de jóvenes colombianos agarraron una cámara y filmaron desde la periferia de la narrativa oficial, pero gastando la suela de sus zapatos entre el campo y las urbes, para narrar las realidades de un país que estaba lejos de apaciguar sus tensiones en medio del pacto entre conservadores y liberales que dio vida al Frente Nacional.
De manera artesanal, independiente, experimental y beligerante, estos jóvenes dejaron las primeras huellas del documental político en el país. Y esta es la historia que cuenta El film justifica los medios (2021), la ópera prima del bogotano Jacobo del Castillo. A partir, principalmente, del testimonio de tres cineastas - Carlos Sánchez, Carlos Álvarez y Marta Rodríguez-, y de una recolección de imágenes enardecidas, frágiles y radicales, recorremos una memoria fílmica viva. Un retrato de época que además captura el afán incitador del momento y lo trae al presente.
En Radiónica nos sentamos a conversar con el historiador y cineasta Jacobo del Castillo sobre este tipo de documental, su impacto y circulación, la censura y algunas reflexiones que aterrizan en nuestra actual coyuntura. Recuerden que pueden ver El film justifica los medios los próximos 20, 22, 25, 27, 29 de junio en la Cinemateca de Bogotá. Para más información hacer click aquí.
¿En qué contexto se enmarca el documental político?
La denominación de documental político es una etiqueta, una forma de poder agrupar y nombrar algo. Ahora, en el sentido estricto de la palabra, todo el cine es político: lo era también lo que hacía Jairo Pinilla o lo que hacía Luis Ospina y Carlos Mayolo. Haciendo esta salvedad, la gente de la que se habla en el documental tenía una postura política muy clara. Y esto no es algo endémico de Colombia, sino que es el resultado de muchas cosas que estaban pasando. Un poco antes, en Europa, tuvo lugar el Neorrealismo italiano, que se propuso salir de los sets y contar, por ejemplo, la historia de la infancia, de los niños y niñas que robaban bicicletas. O la Nueva Ola francesa o el Free Cinema inglés que hablaba de grabar con equipos portátiles, de encontrarse con la realidad. Todo eso tiene que ver.
¿Y a nivel Lationamericano?
En América Latina empieza a pasar algo que se denominó el Nuevo Cine Latinoamericano. Esta idea empieza a surgir como entre 1967 y 1968, cuando mucha gente que hacía cine, desde Cuba hasta Chile y Argentina empieza a decir: “Bueno, ¿por qué tenemos que copiar y utilizar los mismos cánones y lenguajes, las mismas formas narrativas, que se hacen en Europa o en Estados Unidos?”. Empieza a haber una preocupación sobre cómo podría ser un tercer cine, uno del tercer mundo.
En ese momento suceden un montón de cosas muy potentes en Brasil, Argentina, Bolivia, Chile y Cuba. En Cuba la verdad es que, con la Revolución Cubana, el cine logró un florecimiento muy fuerte. Todo esto es el punto de partida para que en Colombia inicie ese diálogo. Hay entonces un caldo de cultivo, que se complementa además con los procesos de liberación nacional en el tercer mundo, en el norte de África, en Vietnam. El planeta estaba impregnado del espíritu de mayo del 68 en París y del 68 mexicano. El cine se vuelve una extensión de la lucha política.
¿Qué caracterizaba esas apuestas en los países latinoamericanos? Supongo que variaba según la situación que estuviera atravesando cada país.
Tan solo en Colombia creo que no se puede hablar de una sola forma de hacer cine político o cine militante. Hubo diferentes estilos. Y claro, cada país estaba viviendo sus procesos. En Chile, por ejemplo, la dictadura marcó un antes y un después. Antes de 1973 se subió a esa utopía de la Unidad Popular de crear un proyecto de gobierno para el pueblo, algo que fue cercenado totalmente. Todas esas voces, esas miradas del cine en Chile después del golpe militar fue en buena medida desde la distancia del exilio.
En Argentina me da la impresión que el cine militante, de la base o de liberación, es muy pensado desde la guerrilla, desde los Montoneros, teniendo una beligerancia y un lugar desde el panfleto. En Cuba era totalmente diferente, porque ese cine revolucionario se vuelve un “cine oficial” tras el triunfo de la revolución.
En Bolivia las preocupaciones estuvieron muy marcadas por el grupo Ukamau, con personajes como Jorge Sanjinés, que trabajaron con un corte mucho más comunitario. Tienen un texto muy hermoso que se llama “Teoría y práctica de un cine junto al pueblo”, donde señalaban cómo hacer una traducción de lenguaje cinematográfico a la cosmovisión indígena, cómo pensar los planos generales, por qué era importante que se viera toda la comunidad y que se mostrara como un sujeto colectivo.
¿Y en Colombia?
En Colombia era desestabilizar ese orden oficial representado en el Frente Nacional, el pacto entre conservadores y liberales.
¿Aquí se crearon manuales que indicaran cómo crear este tipo de cine?
Sí pasó. Obviamente es muy grandilocuente decir “vamos hacer un cine totalmente descolonizado”, pero era la retórica y la épica del momento. También era gente bastante esquemática. Es decir, sí se hicieron manuales, escritos de lo que se debía hacer. Fue una muy línea Carlos Álvarez que, junto a otras personas como Alberto Mejía, Pepe Sánchez, Gabriela Samper o Gustavo Barrera, crearon una vaina que se llamó Cine Popular Colombiano, que duró dos o tres años. Allí hicieron una suerte de manifiesto que decía cómo hacer ese tercer cine colombiano: que no podía durar más de 4 minutos, que debía ser de urgencia, que no tenía que reparar en las imperfecciones técnicas sino apelar a la discusión y a la organización, poniendo en duda los cánones y los estándares técnicos de cómo se piensa el cine. Hablaba también de cómo debía ser el levantamiento de la imagen y del sonido.
Yo creo que nadie lo siguió, pero sí hubo este ejercicio de esquematizar y de pensar cómo serían esos otros cánones, esos contra cánones. Tomamos una cosa para la película, un fragmento que decía algo como “filmar, sonorizar, editar todo lo que las cámaras oficiales no quieren ver”. Eso sí era un ítem dentro de ese manifiesto del cine popular colombiano y pues al final era la idea de la contra información.
¿Existe un hilo conductor que amarre la producción de este cine documental?
Es difícil hablar de un grupo o de un movimiento. No todos tenían las mismas edades y podían venir de diferentes oficios: de la antropología, la sociología, el derecho, el diseño gráfico o de una formación empírica, sin un recorrido académico universitario. Además podían militar en distintas vertientes: había gente que era camilista, otros después se volcaron al M-19, otros venían de procesos con el Partido Comunista. Por lo tanto se daban duro, chocaban entre ellos, en medio de esa discusión álgida de los años 60. Pero si hay que hablar de un común denominador, sobre el cual no significa que se hubieran puesto de acuerdo, es que si eran miradas, versiones o narraciones desafiantes, no oficiales, críticas y disidentes del relato oficial del momento.
¿Quién veía este cine?
Superficialmente uno creería que el cine militante es un cine de nicho, un cine de convencidos para convencidos. Y en primera instancia fue así. Hay un artículo de los años 70, no recuerdo bien de quién, que decía que si se quería ver cine colombiano había que ir a Europa. Toda esta gente estaba llegando a los festivales duros de allá.
¿Podía estarse creando una narrativa específica hacia el exterior como buscó criticar en su momento un cortometraje como Agarrando Pueblo de Carlos Mayolo y Luis Ospina?
Agarrando Pueblo, particularmente, es del 78, unos años después. Pero a mi juicio este corto no está hablando de sus colegas nacionales contemporáneos, sino de un momento en el cine y la televisión de Europa, o del primer mundo en general, empezó a construir una imagen, una representación del deber ser latinoamericano. Claramente fue una crítica potente a eso.
Ahora, esa crítica la podríamos trasladar en algunos casos a cierto cine donde se vuelve un lugar común el problema de la pobreza y de la miseria. Pero hay una diferencia muy grande, pues todos estos cineastas, de los que estamos hablando en el documental, tienen una postura muy clara: pensar el registro de lo que está pasando, documentar el dolor y la violencia con el objetivo de que la gente tome consciencia y se organice. Jorge Silva lo dice en un momento de la película y esa es una tesis clara, cuando habla de pasar de la sumisión a la organización. Entonces, no es un lugar pasivo frente a la miseria y la pobreza, sino que plantea que podemos hacer todo al respecto, apartándose de cualquier mirada facilista de la pornomiseria donde al final era regocijarse en la mierda.
¿Cómo se hacía lo que se denomina como cine oficial?
El cine oficial en ese momento era financiado por entidades públicas, por el mismo Incora o por el Ministerio de Gobierno, por ejemplo. Entidades públicas que ponían la plata para generar relatos nacionales sobre el café, las exportaciones, la alianza para el progreso. Como respuesta, la gente de la que hablamos en el documental estaba al margen de esto. Y no solo estaba al margen sino que tenía una visión totalmente crítica. Algunos se fueron al Cauca y al Sur del país a ver qué estaba pasando con las comunidades indígenas y campesinas. Otros estuvieron con los movimientos estudiantiles urbanos. Algunos actuaron desde la sátira. Se trataba de fisurar una narrativa oficial.
¿Qué sucedía con la circulación nacional del documental político?
En Colombia lo normal era que no circulara en los teatros, pero como se hacía cine 16mm, pasaban el negativo a positivo y sacar las copias de ese positivo era relativamente fácil. Esas copias en principio circulaban en universidades, centros estudiantiles, sindicatos, salones comunitarios o barriales, teatros populares y espacios digamos de formación cultural.
Por ejemplo, el cine de Carlos Álvarez, de Martha Rodríguez y de Jorge Silva circuló no solo en Bogotá, Medellín y Cali sino también en Palmira, en Pereira, en Bucaramanga, en Manizales o en Popayán. Era un trabajo de hormigas, de compartir, compartir y compartir. De llevar la lata, llevar la lata y llevar la lata. En algún momento conversé con una mujer que hizo parte de un cine club de esta época, Marta Triana. Ella afirmaba que este cine militante político, de 16 milímetros, se logró ver mucho más que aquel con fines comerciales de 35 milímetros; como Aquileo Venganza (1968), Tres cuentos colombianos (1962) o en general esas producciones que llegaban a las grandes salas. Yo creo que pudo suceder porque esa era su labor, que se distribuyeran muchísimo.
Ahora, la gran pregunta es si logró trascender la barrera de la gente ya convencida, de la gente que ya estaba en una actividad política. Eso yo no lo tengo claro.
¿Por qué usar como herramienta de lucha política algo que era tan costoso de hacer y que tenía tantas dificultades para distribuir?
Porque a pesar de lo costoso, de la dificultad en el acceso a una infraestructura, en el siglo XX el cine fue el artificio, el aparato por excelencia para llegar a las masas. Creo que fue el artefacto más poderoso para crear imaginarios, discursos y relatos. Y las personas que salen en el documental tenían conciencia de eso. No es gratuito que se diga que fue Hollywood el que ganó la Segunda Guerra Mundial. Fue allí donde se logró construir un relato sobre los vencedores y los vencidos. Igual en el período entreguerras y en la Guerra Fría.
En el caso del documental político no era un problema vertical, de instrumentalizar a las masas, sino que los espectadores construyeran a través de la apropiación de las películas imaginarios de la ciudad, del campo, de la gente, de ese tránsito a la modernización de las ciudades, de la lucha política. El cine fue como el gran constructor de identidades del siglo XX y esta gente lo sabía. En el siglo XXI el cine ya perdió ese protagonismo.
¿Qué imaginarios cree usted que entraron a fortalecer este tipo de cine documental?
Entre los años 60 y los 70, en la discusión tanto de las ciencias sociales como de las humanidades, se empiezan a incorporar otros sujetos políticos además de los estudiantes, los obreros o el campesinado. Este cine, a través de la imagen y el sonido, del uso de las emociones y de los gestos, logra de alguna manera poner en escena mucha gente no aparecía en los libros de texto, que no existía en los discursos, que no se había podido materializar de ninguna manera. Eso es hermoso y muy potente.
También sucedió, claro, en la radio, la televisión, el teatro, la literatura o la gráfica. Son documentos de otros lugares que están llamando al encuentro con la historia. Y al final sí están llamando a la audiencia a vincularse con esta historia desde las emociones y que podamos sentir todo su peso.
En el momento en que estaban trabajando en estas piezas, ¿cree usted que había una conciencia de estar creando una memoria histórica que nos iba a permitir eventualmente leer ese presente de manera distinta?
No creo. La urgencia, la inminencia, la inmediatez es el signo de estos años. Como decía Carlos Álvarez, se trataba de las ganas de interferir la coyuntura y por eso no tenían reparos en sí estaba bien hecho, sí quedó subexpuesto puestos, si duraba poco, si no tenía sonido… La idea era generar un impacto inmediato.
Yo creo que esa conciencia se va ganando tiempo después. Tal vez el del trabajo de Marta y Jorge, cuando a finales de los 70 empiezan a decir que el cine documental es otra forma de consignar la historia y la memoria. Ahí se empiezan a preguntar con mayor claridad quién va a ver esto después, por qué es importante haber registrado las primeras liberaciones de territorios de fincas y haciendas. Pero en un principio era la praxis, el presente y, prueba de eso, es que ellos mismos no guardaron muchos de esos documentales. Otros se perdieron en allanamientos y esas cosas.
¿Hubo una censura por parte del Estado contra este documental político?
Sí, pero no fue una cosa exclusiva de los cineastas. El nivel de politización de este momento también se reflejaba en el teatro, en la literatura, en las ciencias sociales. No es gratuito que en estos años se fundara la carrera de sociología en la Universidad Nacional. Varias manifestaciones tenían conexión con las insurgencias en ese momento, pensaban que las vanguardias políticas estaban en el monte y estaban seguros de que se podía derrotar al establecimiento a través de las armas y de otras herramientas como la cultura.
Entonces, sí hubo persecución y censura, pero dentro de un contexto más amplio. En el caso particular de Carlos Álvarez, además de sus afinidades o cercanías con una de las líneas políticas del Camilismo, a él lo juzgan por hacer películas subversivas, ¿qué quiere decir eso? Carlos pagó cárcel y después se tuvo que exiliar en México y posteriormente Alemania. Marta también se tuvo que mover constantemente. Ahora, estos cineastas, de alguna manera, también pertenecían a un sector de la clase media intelectual, tenían un pie en ambos lados y eso también hacía difícil que la represión les cayera totalmente.
¿Hubo una respuesta estética desde el Estado para contrarrestar la influencia de este cine documental?
A mediados de los setentas se crea la Ley de sobreprecio en el cine y hay una amiga historiadora que plantea la tesis que aquí entran unos estándares, otra suerte manual. Quizá esta fue una forma como el Estado buscó cambiar la dirección que estaban tomando estas militancias fílmicas. Marta y Jorge nunca hicieron cine sobreprecio, pero Carlos sí.
Hoy el cine nacional cuenta con una importante financiación pública desde la creación de la Ley de Cine, ¿hay libertad de discurso?
Teóricamente sí hay libertad de discurso. Hoy cada quien hace lo que se le da la gana y yo sí creo que es importante que exista financiación y fondos públicos para poder hacer cine, de lo contrario difícilmente se podría hacer cine documental que suele ser financiado por entidades privadas. Y hoy no existe un comité de censura como si lo existía en esa época. Ahora, creo que la censura pasa por otro lugar y tiene que ver con la autocensura, donde entran elementos como lo dictado por las modas, los gustos y las tendencias. Sí creo que nos hemos comido el cuento de lo que se quiere ver en los festivales europeos sobre América Latina.
Con esta película nos dijeron hasta el cansancio que era de nicho, para historiadores, que no tenía una narrativa universal, pero yo creo que en las particularidades la gente se identifica. Por otro lado, nos falta un poquito más de autocrítica. Sé que siempre hay mucho trabajo detrás, pero nos hemos ido profesionalizando en ganar convocatorias y esto también nos vuelve muy dependientes de las formas industriales de hacer cine. Nos estamos acomodando muchísimo a esos lugares.
En el documental está este enunciado de “el cine resiste, carajo”, ¿qué significa eso hoy en día?
¿Cómo se come eso? (risas) Yo creo que “el cine resiste, carajo” viene de esa película que se resiste a desaparecer. Es esa obstinación o persistencia en esas ideas chiquitas, en esas ideas frágiles, en esas ideas urgentes. Y ahí sí tomando una frase muy de la época guerrillera de esa época, es la combinación de todas las formas de lucha. En el cine uno tiene que tener un pie en todos los lugares: en las salas de cine, en los festivales, en los espacios de proyección independientes, en los cine clubes, en Youtube, en las universidades, en lugares no convencionales. “El cine resiste, carajo” es llevar hasta las últimas consecuencias esas historias y esa necesidad de contar lo que sea que se vaya a contar.