DiaRio: un libro sobre los ríos y los rostros que los habitan
Los ríos de Colombia llevan en su caudal las historias de un país que se fragmenta, se dilata, se reencuentra, se desconoce, se une y se integra. Navegarlos o nadar en ellos, es sentir el trasegar de un pasado y un presente que tiene tanto de complejo como de fascinante.
David Fayad Sanz, por distintos motivos, se dedicó a recorrer varias de sus corrientes, escribiendo diarios de viaje, tomando muchas fotos y grabando en su memoria un montón de rostros, historias y situaciones que le dieron una mirada de lo que es habitar en estos territorios aislados, pero fundamentales para entender el país.
Fueron diez años de continuos viajes por la Amazonía y el Pacífico colombiano que, en medio del encierro de la pandemia, desembocaron en DiaRio: un libro nutrido por el espíritu de “hazlo tu mismo” que, a través de fotos, texto y dibujos recoge historias de campesinos, indígenas y personas del pueblo negro. Los procesos de colonización, el conflicto, la coca, las tradiciones, los sincretismos, la lengua, el río Caquetá, el río Penderisco, el río Guayabero, el río Yurumanguí, el río como frontera y como carretera que nos une, son varios de los asuntos que se tocan en este trabajo.
Son en total cuatro tomos unidos de manera hermosa con trozo de cuero, editados por Santiago Escobar-Jaramillo y publicados por Raya Editorial, que pueden apoyar haciendo click aquí. Más que una narrativa lineal, son pinceladas visuales que nos invitan a reflexionar sobre la modernidad y la tradición, a sentir la lejanía y a favorecer el encuentro con aquellos mundos que en el interior pensamos tan ajenos.
Nos pusimos en Radiónica una cita con David Fayad para conversar sobre lo que fue armar este libro y de las cosas que pone sobre la mesa. Esto fue lo que nos dijo.
Los ríos atraviesan un montón de territorios en Colombia, no solo rurales, sino también urbanos. Quería arrancar preguntándole, ¿por qué se concentró particularmente en aquellos que están más alejados?
En Colombia, a falta de autopistas y carreteras, lo que nos ha conectado a lo largo de nuestra historia son los ríos. Y si los ríos en las poblaciones urbanas son caños, literalmente, en las poblaciones rurales es por donde entra y sale la comida, donde se baña la gente y se obtiene el agua, son los que marcan los ciclos de siembra. Sin ríos no hay vida en las zonas rurales… Bueno en las urbanas tampoco, lo que pasa es que no nos damos cuenta.
No se trató de un ejercicio impuesto, no fue algo que pensé antes de hacer el libro. Este simplemente es el resultado de recolectar las fotografías de muchos años y del encierro de la pandemia, que me llevó a pensar: “O hago algo o me enloquezco”. Empecé a hacer lo que nunca había hecho: sentarme a mirar el material recolectado en mi oficio de consultor, que me puso a viajar por este país. Y lo hice con Santiago Escobar. Juntos vimos que los ríos siempre estaban ahí. Siempre, en mis viajes, tenía que atravesar uno, siempre había una chalupa, siempre tenía que echar nado.
Mire el caso del Guaviare, que está en el libro: la única carretera que tiene el departamento es ilegal, aunque la usa todo el mundo. Estaba hablando con gente que iba a hacer un proyecto allá basado en usos sostenibles de los bosques y me contaban que para sacar los productos no podían usar la carretera, precisamente porque es ilegal, por lo que tenían que hacerlo a través del río, aunque les cuesta mucho más. Esta es la lógica de un país conectado a través de los ríos y de su historia.
¿Quién hizo esa carretera?
Esa carretera se empezó a hacer como todas las trochas de este país: campesinos abriéndola y abriéndola. Realmente es grande y ahí están ocurriendo muchas cosas, pero si usted mira en el mapa, en el plan de ordenamiento territorial, no debería estar, porque atraviesa parte de lo que supuestamente es la selva. Usted puede ver allá el acaparamiento de tierras de este país con la tala y la quema del monte. Tire un dron para arriba y lo único que va a ver es humo en todos lados donde luego llegará la ganadería.
¿Cuáles son las virtudes y dificultades de esta lejanía?
El aislamiento lo obliga a usted a mantener sus prácticas, por ejemplo. Quizá de otra manera usted se toma el acetaminofén y deja de recurrir a las plantas para curarse. Mantiene tradiciones, territorios, biodiversidad, lenguas. Todo este país ha sido colonizado con la escuelita y con la iglesia, eran las dos primeras cosas que llegaban.
Ahora, nos enfrentamos a un reto de integración, porque este aislamiento también tiene dificultades muy bravas. Hay cosas que las plantas curan, pero no le pueden hacer una cirugía de hernia. No es justo que sea tan difícil tener acceso a las cosas mínimas. Sí, estamos lejos, pero que llegue una lancha ambulancia, que tenga gasolina, que haya señal e internet para poder avisar. Sí, es algo macabro, no es romántico tener que echar mula 14 horas para llegar a un río y que lo único que haya sea un teléfono satelital, varias veces porque lo puso el ELN.
En definitiva se trata de que la lejanía no sea aislamiento necesariamente. O no para estas cosas, porque como está configurado en este momento es perverso.
¿Y por qué decidió poner el foco en indígenas, afros y campesinos, particularmente los colonos?
Los indígenas sobrevivieron porque con los ríos pudieron aislarse de los centros urbanos y al mismo tiempo les dio vida. Los campesinos se movilizaron a través de ellos, han sido su fuente de comida y sus autopistas. Y los afro, a través de los años, huyeron a través de las aguas de toda la barbarie de la esclavitud para armar sus palenques. Nuestra historia está atravesada por los ríos y los que están en el libro fueron los que me atravesaron a mí.
Es interesante esa concepción del río como punto de unión y de división que continuamente se presenta en el libro, ¿nos puede dar un ejemplo de cómo lo vivió en sus viajes?
Buenaventura es de las ciudades portuarias más importantes del país. Tiene unos ingresos monstruosos, aunque a la gente no le lleguen los recursos y pase hambre, mientras la hija del tipo de la DIAN se tomaba fotos en carros lujosos que seguramente pagaron los contribuyentes. Yurumangui, por su parte, es un consejo comunitario que está al sur de Buenaventura, por lo que tiene total autonomía. Para entrar usted debe hablar con ellos.
Como comunidad lograron crear una barrera a los cultivos ilícitos para que no se metan en su territorio y no dañe su cultura y sus tradiciones. Eso les ha dado mucha legitimidad, pero a la vez no tiene luz eléctrica y solo tienen un punto de internet Vive Digital asignado por el gobierno. Por la noche, cuando prenden la planta a punta de gasolina, empieza a sonar la música y una señora vende un pin en un papelito que le da internet un par de horas.
Yurumangui, por ejemplo, ahorita está en una situación de violencia muy difícil. Recientemente desaparecieron dos líderes, es el precio también de estar muy cerca de un centro urbano con un montón de problemas, pero la frontera de los cultivos la mantienen. Ese es un ejemplo de cómo los ríos juegan ese doble sentido, de unir y separar a la vez.
Esa idea la lleva además a ese tire y afloje con la modernidad en estos territorios, ¿es la llegada de esta necesariamente algo avasallante para dichas comunidades?
En el Amazonas hice un ejercicio de investigación con la Universidad Minuto de Dios sobre prácticas culturales y comunicación. Al final nos dábamos cuenta que esas prácticas en general no llegan a ponerse encima de lo que hay, sino que se apropian y se interiorizan. En ocasiones se pierden cosas, pero cosas se pierden todos los días y se ganan otras. En algún sentido uno tiene ese dilema, de que las comunidades se mantengan con sus saberes, mientras nosotros sí cambiamos de celular cada ocho días. Creo que ninguna de las dos miradas es ni realista ni justa.
El tema es cómo llegan esas tecnologías y cómo se apropian y se interiorizan. Si son avasallantes o impuestas, como usted dice. Claro, está el caso del abuelito que tenía una maloca hermosa, ventilada, grande, de palos, que muchas veces desde la mirada externa es pobreza, y llegan y le cambian esa belleza de sitio por una caja de concreto con ladrillos y ventanitas cómo si estuviera en un pueblo en Boyacá. O por ejemplo, estas son comunidades que se adaptan a los ciclos del río, cuando este sube o cuando baja y deja una tierra fértil y súper productiva. Y entonces estos salvajes, claramente por salvajes me refiero al Estado, van y pasan por encima de todo.
Tiene que haber una forma de relacionamiento especial concertada, porque tampoco se trata de proteger como papás y de volvernos los defensores que no dejan que los toquen, que los miren, que les digan. Hay poblaciones que se aíslan voluntariamente, eso es otra cosa, pero en general lo que hay es que darle espacio al diálogo para que se vaya asumiendo según le convenga a cada cultura.
En uno de los textos usted es enfático en que no se acerca como historiador, ni como fotógrafo, ni como periodista, ni como artista. ¿Cuál es entonces esa mirada que acompaña la construcción del libro?
Yo estudié periodismo y he trabajado en muchos procesos de comunicación, pero no ejerzo el periodismo como tal. Me enamoré de la fotografía y siempre la he hecho por mi lado, pero no soy fotógrafo. Después hice una maestría en historia y empecé un doctorado en comunicación que no terminé y no quiero acabar. Me desencanté de la academia. Toda mi vida he sido un fracaso pintando, pero una de las cosas que me mostró el encierro de la pandemia es que no importa si usted lo hace bien o mal siempre y cuando tenga una razón para hacer las cosas y siempre y cuando no esté buscando una validación externa. Un día me senté a pintar con mis hijos y ya.
En una página, en el capítulo que se enfoca en el pueblo negro, hay una imagen que es mitad dibujo y mitad foto. Es un ejercicio, un juego de interpretación alrededor de la mirada: está lo supuestamente realista de la fotografía y la mirada interpretativa y subjetiva del dibujo. Para mí lo importante es que podía hacer muchas cosas, mirar desde muchos lugares y no encasillarme en ningún lado. Tampoco buscar la legitimidad desde un campo de saber.
Las fronteras en el saber nos limitan en nuestra capacidad creativa como humanos, porque nos dicen que si estudiamos algo tenemos que hacer la misma mierda toda la vida. Y probablemente varios pensaron: “este hippie desgraciado le dio por pintar en el encierro con sus hijos”. Yo simplemente quería jugarle a todas esas curiosidades que me atraviesan en la vida, quitando esa idea de que hay que ser bueno para hacerlo.
Tampoco hay textos extensos que busquen explicar a quien tiene el libro qué es lo que está viendo, sino más bien pinceladas que también nos dan imágenes. ¿Cómo fue esa decisión editorial?
Yo empecé escribiendo y luego buscando las fotos para el texto. Luego de varias conversaciones le mandé todo a Santiago Escobar que me ayudó a organizarlo y empezara darle forma. Pero cuando intentaba acomodar mis textos no entraban, era como medio forzado. Decidí borrarlo todo y volver a escribir con base en la edición de la imagen, que es una virtud que tiene Santiago: esa foto del final de la gente caminando junto con la de las vacas pastando; aquella donde la madre y la hija se miran; esa capacidad de leer la imagen de él es impresionante. Me tocó soltar mucho y escribir basado en las sensaciones y las impresiones que me daba ese trabajo de edición.
¿Y en qué momento de este proceso llegan los ríos?
Ya estaban las tres poblaciones, campesinos, negros e indígenas, pero me faltaba un elemento que conectara. Me puse a pensar en un día que, para un taller en el Pacífico, teníamos que llevar unas personas de un lugar a otro y nos costaba como dos millones de pesos. Ahí llegué a los ríos y empecé a buscar fotos, a pintar, todo dentro de un ejercicio muy emergente que le da esa autenticidad al libro. Repito, no es impuesto ni premeditado, fue basado en la capacidad de ver del editor.
En el libro hay muchos retratos, quizá un formato de la fotografía que es bastante estático, mientras que los ríos y su movimiento atraviesan el libro, ¿fue una decisión deliberada?
Cuando hice la maestría, una forma de hacer historia que me llamó mucho la atención fue la microhistoria, que básicamente es traducir la escala de observación para contar las cosas. Y también de alguna manera creo que los ríos y los territorios no se pueden contar sin la gente. Son las personas, con nombre y apellido, y sus historias, las que reflejan la situación de una comunidad.
Lo otro que tiene el libro es que se trata de un ejercicio de acercar al humano y a la naturaleza a partir de partir de historias cotidianas. No lo había pensado como usted lo plantea, pero ahora que me lo dice, esta es mi propia interpretación sobre el ejercicio.
Para mi los rostros siempre eran súper claves y lo primero que hice cuando terminé el libro fue mandárselo a la gente que sale en él, también un poco esperando la respuesta sobre su pasó por esa interpretación mía que hice con mucho cariño y respeto. Me hubiera podido equivocar, pero espero no, pues los admiro profundamente, más que a cualquier académico lleno de títulos. Esa gente hace en la vida maravillas y conserva el país en el que vivimos. Gracias a ellos respiramos, tenemos agua y no nos damos cuenta.
Con sus imágenes, este libro nos muestra o insinúa esa historia no oficial que tanto ha costado narrar. Hemos visto en los últimos años desde el Gobierno un interés por ponerle freno a estas otras interpretaciones del conflicto desde varias instituciones. ¿Hay un riesgo en el que se imponga esa historia oficial y se pierdan esas otras versiones que estaban saliendo a la luz?
La historia siempre es política y esa tensión siempre ha existido, porque al final se trata de una interpretación. Afortunadamente siempre hay una historia alternativa a la oficial, que además es siempre la más cuestionada. Y entre más radical sea la historia oficial más se va a cuestionar y hoy hay más herramientas para mover estas otras versiones.
Este es un ejercicio independiente, autofinanciado. Podemos sacar nuestras historias de mil formas, imprimir, en digital, repartirlo. La historia no solo está en el Centro de Memoria Histórica, está también en museos itinerantes, en este libro y en miles de ejercicios de la gente. Son periodos horrorosos, asquerosos, ilegítimos, pero que van a pasar también. Esos radicalismos fortalecen la oposición, entonces a veces están trabajando para el que no quieren.
En la introducción, refiriéndose a unas imágenes alrededor del fuego, Pedro Ruiz escribe que este libro es una invitación a detenernos. ¿En qué quisiéramos que nos detuviéramos, David?
Detenernos a ver las historias de las personas, los aspectos diferenciales de cada cultura. Odio estos términos de hoy en día, pero ver la manera como nos relacionamos con estas. Detenernos a ver las necesidades, las condiciones y cómo podemos ayudar a resolverlo juntos. Es un país que de verdad sí es diverso, pero no por eso debe haber islas. Detenernos a escuchar, que aparentemente no sabemos.