De ganchos, japs, sudor y gloria: un ring llamado Chigorodó
El pasado 11 de junio en Chigorodó se celebró una velada boxística en homenaje a Yuberjen Martínez. Esta es una crónica de un primer viaje al Urabá antioqueño y a las entrañas del boxeo.
La mayoría de los colombianos, y es posible que incurra en un gazapo apresurado e irresponsable, no conocemos el país, sabemos de él cuando de tomar el sol en una playa se trata, cuando vemos las fotos de Caño Cristales y nos llenamos de ansias porque todo el mundo dice que es hermoso, o cuando nos mencionan estos carnavales o aquellas fiestas a las que sí o sí hay que ir.
Hay lugares de Colombia que conocemos tan poco que pronunciamos unas tres veces el nombre hasta poder decirlo bien. Hay un país que se levanta todos los días con la guardia arriba, con la firme intención de buscar oportunidades como un boxeador busca la caída de su oponente. Hay un lugar en Colombia llamado Chigorodó, tierra de Yuberjen Martínez, medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Rio 2016, tierra de unos 80 mil habitantes, tierra de jóvenes que se suben a un ring para que esa rabia contenida no se use en la oscura y sórdida calle, jóvenes que se ponen los guantes, endurecen su humanidad y pelean con todo lo que tienen para conseguirle una casa a la mamá, así como se la consiguió Yuberjen.
33 grados centígrados nos reciben y el avión se aproxima a una inmensa plantación de banano, vale la pena perpetuar el momento en la memoria y en una tarjeta SD de la cámara que me acompaña a vivir una velada boxística en el polideportivo de Chigorodó. La humedad me cae encima como un jap de Mohammed Ali y el sol me golpea como el gancho de izquierda que le acomodó Tyson a Biggs en 1987, aún así evito quejarme del clima como el bogotano promedio que deja los perímetros de la capital.
Recorro las calles y los parlantes apostados a las afueras de cada negocio despiden un ruido alto e inaudible que parece ser música, la primera parada es Villa Neila la nueva casa de la mamá de Yuberjen, hay que ver el domicilio que se compró sobre planos en el ring.
Doña Neila es una mujer muy amable, parece que tanta cámara, tanto micrófono y tanta pregunta le han dado una cancha que mimetiza con su tranquila personalidad. Profesa un orgullo por todos sus hijos y muestra con detalle las medallas de Yuberjen, es bueno que ahora viva en una casa más grande, doña Neila seguro destinará un cuarto solo para guardar las preseas.
Respecto a las peleas de su medallista olímpico, atina solo a contarnos un consejo que Yuber tendrá más asegurado que sus guantes:
“Yo siempre le digo: mijo, usted es un David y su contrincante es un Goliat, así que usted es un vencedor, aquí en el pecho lleva el título de vencedor”.
Esa es doña Neila.
Cae la noche y en el polideportivo están armando el ring. Los ocho chigorodoseños que al día siguiente se van a poner los cortos son los mismos que intentan, sin más planos que la lógica, darle forma a todas las piezas tiradas sobre las líneas divisorias de las canchas de fútbol sala, baloncesto y voleibol. El profe sale por algo para tomar, mientras estos jóvenes intentan construir en equipo, el lugar en el que van a tener que defenderse cada uno por su cuenta. Quedan listas las esquinas y el vaho que atraviesa las tejas de metal del coliseo nos cae a todos como un golpe debajo del cinturón (y eso que yo me limito a ver cómo le van dando forma al cuadrilátero).
Todo va bien, hasta que llegan a la superficie del ring: tablas de distintos tamaños que tendrán que acomodarse estratégicamente para que ninguna quede falsa y provoque la caída de los boxeadores sin que ni siquiera el contrincante los toque. Prueban, analizan, ponen, quitan, toman agua, vuelven a poner, vuelven a quitar, se rascan la cabeza, toman gaseosa, se comen una rosca hecha al amasijo, nos ofrecen gaseosa, y continúan, intentan con más ahínco y sin desesperarse, acomodar las piezas de este ring que les va ganando por decisión en las papeletas. Parece que estuvieran jugando tetris en nivel difícil con estas tablas consumidas cruelmente por la humedad.
Cuando es poco lo que uno puede hacer, es mejor no estorbar. Eso hacemos los que nos limitamos a ver desde las graderías cómo las tablas no cuadran, nos vamos para el hotel sabiendo que al día siguiente de alguna manera el ring tiene que estar listo, y así es.
El día de la velada
A las 10 de la mañana del domingo (11 de junio) ya hay muchachos dándole la vuelta al ring, midiéndolo con pasos largos, haciendo presión en las zonas en donde la humedad es más crítica, lanzando golpes tímidos entre ellos y dando entrevistas.
Le pregunto a Jhornan David Hinestroza, de 16 años y 60 kilogramos de sueños, qué significa para él el ring...
"Este ring es otro rival también que uno tiene que saber manejar para alcanzar algo bonito".
Son ya las tres de la tarde y tanto boxeadores como espectadores llegan al coliseo. Los micrófonos se conectan y a unos tres metros del ring se sientan periodistas, narrador y comentarista. Más lejos, en los camerinos, el profe reúne a los deportistas y de una bolsa negra grande saca los uniformes con los que los ocho púgiles van a afrontar las respectivas peleas. Es el primer combate para muchos de ellos, pero se cambian como si fuera una más para el historial, se aseguran con firmeza las vendas que les recubren los puños y bromean con amigos y familiares que fueron a verlos.
Están concentrados, en las escaleras del coliseo practican el movimiento de péndulo y lanzan uno que otro jap. El ambiente está tranquilo hasta que la organización dispone otra mesa cerca de la de los jueces, los peleadores continúan con su calistenia hasta que se dan cuenta qué es lo que van a poner sobre la mesa: son cuatro trofeos de unos 40 centímetros de alto con un boxeador dorado en la punta lanzando un jap.
Es sencillo, para todos podría ser el primer trofeo en sus nacientes carreras, los ocho divisaron el lugar en el que los iban a exhibir en sus casas, las poses que iban a usar en las fotos cuando los tuvieran entre sus manos, la historia que iban a contar cuando les preguntaran cómo se lo habían ganado; recordarían siempre la fecha, la hora y el golpe con el que noquearon al contrincante para ganarlo. Nada motiva más a un deportista que le muestren a qué sabe la gloria. Los púgiles los sintieron, se acercaron, los tocaron, los desearon con ansias, hasta que un grito que les pegó el entrenador los aterrizó, un grito que les pudo haber dolido más que un gancho a la barbilla.
Son cuatro combates: 34 kg, 50kg, 54kg y 60 kg.
"Mírame… Sin desesperarse, calmadito. No te le pegues, el jap, el jap".
Dice uno de los entrenadores mientras le asegura al púgil de los 50kg de traje azul los guantes. Le encaja el protector bucal y le protege la cabeza con el adminículo reglamentario.
"No te pegues a las cuerdas, juego de piernas." Finaliza el coach.
Al centro del ring los llama el árbitro, les da indicaciones y el encargado de la campana, ubicado en una de las esquinas, la hace retumbar tanto que el coliseo entero la escucha. Un silencio invade el lugar mientras los boxeadores levantan la guardia y se acercan uno al otro, todos parecen verlos en cámara lenta, nadie habla, se estudian hasta que uno lanza el primer recto de derecha y empiezan estos gritos que invaden la arena.
Tres rounds de tres minutos con un minuto de descanso entre rounds. No se guardan nada, no hay porque, los ven sus amigos, sus familiares, están en vivo en una transmisión de Radio Nacional de Colombia para todo el país. Se acaba el primer round y el sudor ya les recubre el cuerpo, se sacan el protector y toman agua, hacen buches y a la escupidera, las indicaciones del entrenador se confunden con los gritos del público, el boxeador se sacude la cabeza y pide que le desocupen media bolsa de agua en la nuca.
¡Muévete más! Aléjalo con el jap. La última indicación del entrenador.
Desde el ring side suena el acolchonado golpe de los guantes contra la humanidad de los peleadores, duele, se protegen y buscan el espacio para lanzar su mejor golpe, se reincorporan, tienen que dejarlo todo en estos seis minutos porque hay un mañana, sí, pero este hoy es prioridad.
Van tres combates y todos se resuelven por decisión. El cierre de la velada está a cargo de dos peleadores de 11 años, Jordi y Lucas, los guantes se les ven muy grandes y es ya un esfuerzo mantener la guardia arriba, caminan hacia el centro del ring y el campanazo da inicio a la última pelea.
Hay más gente ubicada en los alrededores del ring y los dos niños no desentonan con los combates previos: ganchos, rectos, guardia, juego de piernas y las ganas de ganar esto por Knock out. El cansancio empieza a hacer lo suyo y Lucas se refugia en la cuerdas, Jordi cae en cuenta de esta situación y lo ataca con un rosario de golpes que ni siquiera están en el manual. Parece que Lucas va a lograr salir de la encrucijada, hasta que Jordi le sienta un gancho de derecha en el vientre. Fue todo para Lucas que cae sentado en la primera cuerda y a los dos segundos pone su espalda completamente en la lona buscando aire. Jordi gana por Knock out.
Al final de cada pelea los boxeadores se abrazan, se levantan entre ellos los brazos en señal de victoria y se felicitan con hidalguía y humildad. Se entregan los trofeos y salen celulares hasta de las escupideras para perpetuar con fotos este momento clave en la naciente carrera de estos jóvenes, que estudian, trabajan y entrenan para como dice Jhornan:
"Lograr algo así como lo que ha logrado Yuberjen."