Jairo Pinilla: cuando el terror es el olvido
Cuando Jairo Pinilla estaba estudiando en la primaria, el papá de un amigo se suicidó. Tenía alrededor de 16 años y la directora del grupo lo llevó a él y a sus compañeros al anfiteatro a ver el cadáver. Los pusieron en fila a pasar por un largo corredor hasta llegar al cajón donde uno a uno se iban asomando: “Yo nunca en la vida había visto un muerto”, recuerda Pinilla, “pasé y quedé todo aterrado. Eso es un muñeco, no tiene movimiento. Me dejó marcado mucho tiempo”.
Al futuro cineasta, padre del terror, el suspenso y la ciencia ficción en Colombia, le quedó por años la tara de dar la vuelta a la manzana con tal de no pasar por la entrada de una funeraria. Pero esta marca sería también la musa que, años más tarde, lo llevaría a escribir el guión de su primer largometraje, Funeral Siniestro (1977); una pieza donde Isabel, una niña de trece años a quien se le muere su padre y que vive en una hacienda con su tío y su cruel madrastra, debía afrontar los misterios y embates de la muerte.
Jairo Pinilla Téllez nació el 21 de agosto de 1944 en la ciudad de Cali, aunque desde muy pequeño se trasladó a Bogotá. En aquel entonces llegaba a su casa en el barrio Santa Bárbara, en el centro de la capital, a contarle a sus papás las noticias de lo que había visto en la calle: historias inventadas y delirantes que ellos escuchaban estupefactos. También, sobre su cuaderno de aritmética, las operaciones matemáticas quedaban relegadas por cuadros en los que dibujaba historietas que luego mostraba a sus amigos del colegio.
Le encantaba leer las aventuras de El Santo, una publicación que agarró al personaje encarnado por el luchador y actor Rodolfo Guzmán Huerta, el enmascarado de plata, para convertirlo en 1952 en una historia en viñetas sobre un héroe popular. Se transformó así en un ícono de la cultura mexicana que representó la lucha desde abajo dentro del desconsuelo de la vida, como dijo el escritor y periodista Carlos Monsiváis, y que llegó al cine en 1958 para enfrentarse contra extraterrestres, hombres lobo y vampiras.
El primer contacto de Pinilla con la pantalla grande fue a los siete años en el Teatro Colombia, hoy el Jorge Eliécer Gaitán. Allí vio El ladrón de Bagdad (1940), dirigida por Ludwig Berger, Michael Powell, Tim Whelan y William Cameron Menzies. Un filme de fantásticas escenas, bella dirección artística y de creativos trucos ópticos que lo convirtieron en un clásico que mantiene su fuerza cinematográfica hasta hoy. “Cuando se acabó la película me paré a mirar por detrás de la pantalla a ver qué le habían puesto. Yo no sabía nada, no me di cuenta que pasaban una proyección, no vi el chorro de luz”, recuerda Pinilla.
Regresar a las salas de cine, una y otra vez, se volvió su obsesión. En su adolescencia, arregló radios y televisores para pagar su boleto de entrada y no perderse nada que estuviera en la cartelera. El cine mexicano era su favorito en ese entonces. Cuando se graduó del colegio se fue a estudiar Ingeniería Electrónica en la Universidad Industrial de Popayán y luego se especializó en computadoras electromecánicas en México, con la organización norteamericana Burroughs Enterprise.
De lunes a viernes estudiaba para la compañía, mientras que el sábado y el domingo iba a los Estudios Churubusco, unos de los más antiguos en Latinoamérica y que fueron protagonistas de la denominada Época de Oro del cine mexicano entre 1936 y 1956. Allá forjó varias amistades con personalidades de la pantalla grande de los años 60, como Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix. “Yo me sentía en el cielo y ahí me comenzó a entrar la espinita de hacer cine”, afirma Pinilla. Antes de regresar a Colombia tuvo una conversación con el cantante y actor Javier Solís a quien le dijo que iba a llegar al país a hacer películas, en una de las cuales sonaría su música.
Ya en Colombia, con esa idea de meter cantantes conocidos en la pantalla, Jairo Pinilla pensó en hacer un proyecto con Lucho Bermúdez, pero se decantó finalmente por una idea donde el formato orquestal y festivo de la cumbia tenía poca cabida: “Yo me di cuenta que la gente es masoquista y le gusta el miedo”, explica el cineasta. Esto lo llevó a pensar en el terror como motor creativo y más específicamente en aquello que a él lo aterrorizaba, reviviendo aquella marca de su infancia y su temor a los ataúdes y cadáveres. En ese momento escribió Funeral Siniestro, un guión que cargó unos cinco años bajo el brazo.
Una triste realidad le estallaba en la cara a Pinilla: para hacer cine había que tener plata que él no tenía. Finalmente logró convencer a un transportador que invirtiera no en el largometraje, si no en un corto que tituló Kondor, el mago (1975). Inspirada en personajes como el Chapulín Colorado, la pieza contaba la historia de un aprendiz de magia que quería ayudar y convertirse en el héroe de la sociedad, pero cada vez que usaba sus poderes de principiante terminaba, por ejemplo, dejando en calzoncillos a un carterista en lugar de atraparlo.
Así contagió a su inversionista con la fiebre del cine, que luego de ver en pantalla lo que habían logrado decidió apostarle a Funeral Siniestro. Vino una seguidilla de sacrificios y de gastos donde el transportador hacía de todo para poder llevar dinero a la película, mientras Jairo aprendía de todo lo que no sabía para culminar el proceso: el revelado, la corrección de luz y color, el corte de negativo, entre otras cosas. “A mí me preguntan, ‘¿usted porque sabe todos los pasos del cine?’ Pues porque no tengo plata”, sentencia el cineasta.
Luego de muchas trasnochadas y de un extenuante viaje a Caracas para hacer el corte final del largometraje, llevó su película a Cine Colombia. La respuesta no fue la que esperaba. La persona encargada de la programación le dijo que no quería saber nada de filmes nacionales, pues había tenido algunos estrenos que terminaron en salas vacías. “Pero es que esta es muy buena”, le insistió Pinilla, “Sí, todo el mundo dice lo mismo”, le respondieron.
Jairo conocía a una persona de Cine Colombia que trabajaba en contabilidad, un tipo que se disfrazaba de Cantinflas en cada Halloween y que le ayudó en Funeral Siniestro. Él le dijo que la programadora se iba para el Festival de Cannes, abriéndose una oportunidad de saltarse este eslabón en la cadena de mando para así tocar directamente la puerta del presidente de la empresa. Así lo hizo y fue hasta Medellín a llevarle una copia. Se quedó en un hotel barato, se perfumó y salió a explicar que habían invertido una cantidad de dinero que no podían perder y que en sus manos tenía oro.
El presidente de Cine Colombia accedió y le dijo a sus empleados que los invitaba a ver una película. “La reacción fue muy berraca. Yo nunca me imaginé que fuera tan fuerte. Hubo gritos, pellizcos… Hubo de todo”, cuenta Jairo. Al siguiente día tenían sobre la mesa el contrato de distribución, pese a las eventuales quejas de la programadora.
En un pequeño recuadro de cinco centímetros en la parte de atrás del periódico se anunciaba, un miércoles de octubre de 1978, un año después de estar lista, el estreno de Funeral Siniestro en Bogotá. Jairo Pinilla dejó una copia en los cinemas de la calle 24 y luego agarró para Unicentro. Cuando regresó, se bajó del bus y vio una fila larguísima de gente que esperaba ansiosa por entrar a la sala. “La berraquera”, pensó. La cola era para ver El patrullero 777 (1978) con Cantinflas, que se estrenaba en el teatro de enfrente.
Solo alrededor de 70 personas entraron en todo el día al largometraje de terror. Pinilla sabía lo que esto conllevaba: al otro día un letrero anunciaba un nuevo estreno para la siguiente semana. Frustrado y preocupado, el director de cine decidió acudir a quien dice nunca lo ha abandonado: se arrodilló ante la Virgen María y le pidió un milagro.
Al otro día la gente hacía fila para ver su película. Sin haber invertido un centavo más en publicidad, porque igual no había, el voz a voz estaba haciendo lo suyo. Los días siguieron pasando y más gente fue llegando, hasta que el domingo las boletas se agotaron por completo. Luego de otra discusión con la programadora, la película se quedó en cartelera, llenando la sala cada día hasta que el contrató de distribución lo estipulaba. “Para mí fue un milagro, para mí fue un milagro”, se repite a sí mismo Pinilla.
El cineasta, que desde ese entonces tiene un peinado como el de los músicos de rockabilly de los años 50, había cedido cualquier tipo de ganancia sobre el filme. Ante el fracaso del primer día le dijo al inversionista que se quedara con todo lo que lograran hacer. Sin embargo, otro tipo que vio Funeral Siniestro y que era dueño de la discoteca Non Plus Ultra, buscó a Pinilla y le preguntó si tenía otro guión listo, pues él quería invertir: “Yo le dije que ‘Clarooooo’. Y mentira no tenía nada”, dice.
“Qué otra cosa me da miedo”, cuenta el cineasta que se preguntó en ese momento. “A mi me sacan una culebra y yo pago escondedero a lo que me cobren, me subo a un poste o lo que sea”, se respondió. Así nació Área maldita (1980), un filme que narra la historia de un grupo de narcotraficantes que siembran un gran campo de marihuana, sin contar con que una serpiente cascabel que habita el lugar ataca a todo aquel que prenda un porro.
Fue un complique grabar el largometraje. “Tocó conseguir dos serpientes de pura verdad y con veneno, pues si se lo sacabas se volvían idiotas. Cuando filmábamos, a pesar de que teníamos un culebrero, todo el mundo se subía sobre los asientos. Fue un hit hacer la película. También tuvo balas de verdad”, recuerda Pinilla. El resultado fue un nuevo éxito en las salas de cine. El inversionista recuperó su dinero y de ahí fueron miti y miti con el cineasta. Plata que Jairo metió de una en su siguiente película, 27 horas con la muerte (1981).
Este largometraje cuenta la historia de un científico que, por casualidad, crea una pastilla que hace parecer durante nueve horas que una persona está muerta. Tras verse con un amigo médico, y contarle su descubrimiento, este último le roba unas cuantas ante la decisión del científico de botarlas. El médico busca a un amigo desempleado y su esposa con quienes planea estafar a una empresa de seguros, al simular la muerte de alguno ingiriendo tres de las píldoras. Luego de testearlas con un niño habitante de la calle, el amigo desempleado se toma la dosis, aunque termina bajo tierra ante el ojo vigilante de la aseguradora que arruina todo el plan. En determinado momento, el médico y la esposa del supuesto muerto deciden no rescatarlo y dividirse el dinero. Y ahí viene un giro dramático para un inesperado final.
En el Teatro Metropol en la ciudad de Bogotá, que tiene una capacidad para más de mil personas sentadas, 27 horas con la muerte logró agotar la boletería. Y sin embargo al poco tiempo el lugar anunció el estreno de una nueva película. Pinilla terminó discutiendo con el programador: “Aquí no tenemos ningún respaldo, ninguna ayuda, ninguna defensa para el producto nacional”, dice mientras recuerda este episodio. En este punto se empieza a torcer el destino de Jairo Pinilla Téllez.
Con las ganancias de este largometraje, el cineasta decidió invertir en su siguiente obra, titulada Triángulo de oro (1984), que tiene lugar en una isla fantasma donde un grupo de mercenarios aterriza para emprender una mortal búsqueda en medio de situaciones inexplicables. Pinilla quiso grabarla en unas 16 locaciones diferentes y doblarla al inglés, cosa que subía los costos de producción. Por esto pidió ayuda a Focine, la entidad estatal encargada del Fondo Nacional del Cine Colombiano entre 1978 a 1993.
Efectivamente recibió un préstamo y logró terminar la película, aunque aquí la cosa se puso difícil. Recibió una oferta de United Artists para distribuír el largometraje fuera del país, pero Focine no autorizó el estreno. Luego se cumplió el tiempo en el que Pinilla debía subsanar la deuda, por lo que, para evitar los intereses, decidió fungir de distribuidor y lanzarla por su propia cuenta.
Nuevamente el éxito fue absoluto y se convirtió en una de las películas más taquilleras del momento, pero esto no le gustó a la entidad estatal que seguía exigiendo el pago de unos intereses que se abultaban. Jairo decidió, con las ganancias de Triángulo de Oro, hacer otra película que bautizó Extraña regresión (1985) y con esta pagar lo que debía. Focine respondió con un embargó en el que se quedó con todo su material, incluyendo las latas de sus películas. “Cuando me doy cuenta no estaba ni siquiera en los libros de los propulsores en la historia del cine colombiano. Y cuando llegué a Focine todos mis afiches los habían arrancado de la pared. Jairo Pinilla no existía”, dice el cineasta.
Efectivamente uno de los directores más populares de los 70 y 80 se esfumó durante la década de los 90, diluyéndose entre la caprichosa memoria colectiva. Para él fue un tema de envidias y hasta de persecución. Sea lo que sea tuvieron que pasar años para que su obra llamara la atención de algunas personas. Se puede mencionar la tesis de Ciro Guerra sobre Pinilla, que tituló Documental siniestro (2006), o esa aparición de 2008 en Canal Caracol en el programa Séptimo Día, donde la línea narrativa fue básicamente ridiculizarlo a él y a su trabajo.
En el año 2019 estuvo listo el largometraje documental La venganza de Jairo, escrito y dirigido por Simón Hernández. Junto a las empresas La Popular y Galaxia 311, y con Ivette Liang y Marcos Salgado en la producción, la pieza se presentó en el Festival Internacional de Cine de Cali, donde ganó el premio a Mejor Documental. También se ha presentado en otros eventos como el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana (2019), el Sitges Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya (2019), Horizonte International Film Festival (2019), Motel/X – Festival Internacional de Cinema de Terror de Lisboa (2019), entre otros.
El documental cuenta la historia de Jairo y de cómo, con más de 70 años, está empeñado en sacar adelante su última película, El espíritu de la muerte: poder satánico, el primer largometraje hecho en 3D no animado en el país. Pinilla, que ya había vuelto al ruedo con otros dos largometrajes, Paseo funesto (2012) y Por qué lloran las campanas (2014), quiere ahora centrarse en un tema particular: “En este momento la humanidad está en manos del satanismo. Hay mucha brujería, casi todo el mundo funciona con brujería”, explica.
Simón Hernández forjó una relación con Pinilla desde el año 2000, cuando lo contrató para filmar un corto de terror. Llegó a él producto de una cuasi obsesión ante una figura que para ese entonces resultaba fantasmal. El documental, a través de material de archivo o de entrevistas a los cineastas Luis Ospina y Ciro Guerra, y al fotógrafo Jaime Uribe, nos sumerge, con una construcción narrativa impecable, en la historia inverosímil de este veterano cineasta, en su delirio creativo y su amor por hacer películas.
“Esta es una película sobre hacer cine, sobre luchar contra la corriente y sobre perseguir las obsesiones aun cuando nadie se las tome muy en serio. Han tenido la paciencia de acompañar a un personaje complejo, que tiene, como todos, altas y bajas, caprichos y neurosis, inseguridades y ambiciones”, escribió en Facebook el escritor Juan David Correa a propósito del documental. Para Hernández, según unas palabras que finalmente no pronunció en el Festival de Cine de Cali, con este trabajo mantienen vivo un legado de uno de los cineastas más olvidados y desquiciados de la cinematografía colombiana. “Luis (Ospina) decía que la verdadera muerte es el olvido”, explica.
Para muchos críticos de la época Pinilla debía estar destinado al olvido por la dudosa calidad de sus películas. Pero eso a él lo tiene sin cuidado. “Les doy un consejo a los que quieren hacer cine, tengan una buena historia. Y para cerrar con broche de oro tengan mucho cuidado con el final. Los finales en una película son determinantes”, dice Jairo al despedirse.