Timoteo: el refugio de la ternura en medio del caos nacional
Luego de pasar la noche en la banca de un parque, Timoteo agarraba el periódico que le había servido para arroparse del frío y leía las noticias. Con su desgarbada elegancia, agradecía el nuevo día y pensaba que estas, las malas nuevas, los malos ratos, tenían ocasión en todas partes: alguna vez aquí, otras allá. No cambiaban mucho las circunstancias, solo los ojos que las veían. Luego se ponía de pie para seguir meditando y encontrarle una buena cara a la existencia junto con sus compañeros de paisaje. Es probable que cualquiera que haya sido adolescente en los 80, o crecido en los 90, haya conocido a este personaje.
Corría el año 1981. Jairo Rueda estudiaba biología, pero decidió cambiarse a Diseño Industrial: “Era una carrera muy cara para mí por los materiales, entonces, buscando la forma de financiarla, más allá de lo que me daban mis papás, se me ocurrió hacer caricaturas”, dice. Fue al periódico La República y ofreció su trabajo. Le ayudaron y empezó a crearlas. Luego intentó hacer lo mismo en el periódico El Tiempo pero, en el fondo, Rueda tenía un problema con la sátira política: “No me gustaba hablar mal de la gente... La ironía, el sablazo, simplemente no era lo mío”, explica.
En el primer año de la década de los 80, el país ya estaba convulsionado. El M-19 y las FARC-EP aumentaban su capacidad de acción, mientras que el Senado de la República contemplaba la amnistía para los alzados en armas. El presidente Julio César Turbay había instaurado el estatuto de seguridad en 1978 para pelear contra la insurgencia, uno que reguló y hasta prohibió la protesta social y que trajo consigo denuncias de torturas en unidades militares, detenciones arbitrarias, desapariciones o allanamientos sin orden judicial. Ese año, Turbay rompió relaciones con Cuba.
También en 1981, un penalti no pitado, mezclado con el trago, la algarabía y una policía impotente, desencadenó una masacre en donde murieron cuatro hinchas del Club Atlético Bucaramanga sobre la gramilla del Estadio Alfonso López. Cuando el ejército entró a calmar la situación -hay quienes dicen que fue un batallón contraguerrilla que operaba en el Magdalena Medio-, este terminó disparando a la iracunda multitud que amenazaba con quitarles los fusiles. Ese mismo año se conformó el MAS (Muerte a Secuestradores) como respuesta a la retención, por parte del M-19, de Martha Nieves Ochoa Vásquez, hermana de Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa, integrantes en ese entonces del Cartel de Medellín. Este grupo paramilitar, además de cometer asesinatos selectivos a secuestradores, también se enfrentó a la guerrilla y asesinó a militantes de izquierda.
En medio de todo este panorama que ocupaba las páginas de la prensa, Jairo Rueda quiso proponer algo diferente. Rescató un dibujito que hacía en sus cuadernos un par de años antes y se le ocurrió volverlo historieta. Se trataba de un personaje extraño con una nariz grandísima que de frente parecía que no tuviera cara: “mal dibujado porque no es que yo fuera Miguel Ángel”, afirma. Era un vagabundo, vivía en un parque y los personajes que lo rodeaban eran gorriones, ratones, nubes. Además, el muñeco no hablaba, sino que pensaba y así era cómo se relacionaba con quienes lo acompañaban, buscando siempre lo positivo del momento. Para terminar de englobar el concepto, Rueda ablandó la letra de diseñador, que consideraba muy tiesa, logrando acercarla al carácter del naciente Timoteo.
Hecho esto, su creación estuvo lista y se la entregó al periódico: “Me dijeron que no, era muy simple. En Timoteo no hay malos, el enemigo de cada personaje es él mismo. Le faltaba, digamos, sal y pimienta”. Pese al rechazo, Jairo se mantuvo firme, quizá convencido de que ahí había algo, quizá movido por la necesidad de que funcionara. Decidió entonces montar un taller donde pudiera dedicarse a esto y venderle su trabajo directamente a la gente.
Lo hizo en la 84 con 14, en la Zona Rosa de Bogotá, cuando el Centro Comercial Andino era el Colegio Andino o cuando El Centro Comercial El Retiro era el Gimnasio de Nuestra Señora, fundado por Elena Cano Nieto, más conocida como Nena Cano. Era un taller chiquito sobre el que se cernía un pequeño problema: Jairo no tenía ni idea cómo hacer para que llegara la gente.
Un día, una primera persona ingresó al lugar y le preguntó por su producto. El joven estudiante le mostró una pila de hojas en blanco a la que encimó unas galletas con cubierta glaseada que una amiga le había regalado: “Vendo tarjetas”, respondió, “yo se la dibujo y le vendo una galleta. Una 'galletarjeta', para que su amiga lea la carta mientras disfruta de la galleta”. Con esos dos elementos buscó abrirse un espacio.
No era fácil, pues los estudiantes encontraban la oferta un tanto artesanal y costosa, si se comparaba con la producción en cadena de tarjetas que se ofrecían en los mercados. “Hoy suena muy romántico, pero en ese entonces era que yo no vendía lo del almuerzo. No era tan divertido”, recuerda Jairo.
No tiene ni idea cómo sucedió, pero una mañana llegó a su taller y había unas cinco personas en la puerta esperando a que abriera. Pidió unos minutos para ordenar, barrer y poner el lugar bonito. Cuando volvió a la puerta, había diez personas en fila. Y de repente llegó el día en que no le alcanzaban las hojas y tenía que llamar a un amigo para que le consiguiera más papel y marcadores. Con el trabajo, se acabaron las largas horas de almuerzo.
Jairo escuchaba las historias de quien llegaba, en su cabeza iba cortando y editando mentalmente y cuando el cliente terminaba le decía: “Yo creo que lo que usted le quiere decir es esto”, a lo que le respondían con entusiasmo. A cambio, el joven aspirante a diseñador pedía quedarse con la frase que incluía en una serie de “menús” a los que la gente empezó a acudir para armar sus tarjetas. Había de amor, de rompe corazones, de cumpleaños, de saludos, de enfermedad: “Se identificaban con estas frases muy fácilmente porque venían de situaciones reales. No había un equipo o una mesa de trabajo viendo que era lo que estaba de moda, sino que eran cosas que brotaban del corazón”, explica el creador de Timoteo.
Varios clientes se volvieron amigos y varios amigos se volvieron colaboradores en medio de sus huecos universitarios. O por lo menos acompañantes. Cuando llegaba la fecha de Amor y Amistad esa fluctuación de papeles era aún más dinámica, clientes ayudaban a atender a otros clientes, a escucharse, a llegar a las frases de la tarjeta: “Eso era realmente lo que les hacía sentir a gusto. Se volvió una especie de logia”, cuenta Rueda.
Luego la gente llegó con casetes y con algunos CDs, objeto que ya empezaba a ocupar el mercado musical. Seleccionaban canciones que estuvieran de moda -rancheras, música clásica, baladas, merengue- y que se acoplaran al espíritu del chuzo -como lo llamaban con cariño. Bajo el amparo de Jovanotti o de Juan Luis Guerra, se armó un ambiente festivo que alentó karaokes improvisados, bailes espontáneos y besos de largo aliento.
Para Rueda era un paréntesis a la prisa, que tenía como fin alterar los sentidos a veces adormecidos por la cotidianidad y las malas noticias. Por lo mismo, también decidieron conquistar hasta el olfato de sus clientes: “Un amigo, que trabajaba en una compañía de químicos me dijo, ‘le voy a hacer un aroma a Timoteo'”. Y fue así como en el taller se esparció un suave y constante olor a fresas con chocolate. Sin prisa, en un refugio sentimental, los noventa pillaron a estos jóvenes cazando frases de amor.
Hacia 1992, Colombia vivió una crisis energética durante el gobierno del presidente César Gaviria. El fenómeno de El Niño provocó sequías en el país, las cuales afectaron los niveles de embalses generadores de energía hidroeléctrica y, por lo tanto, el funcionamiento de la empresa de servicios públicos del Estado. Además, electrificadoras como El Guavio y TermoRío, donde el narcotraficante Pablo Escobar tenía varias operaciones, terminaron metidas en escándalos de corrupción. En esos primeros años de la década de los 90, Colombia era un país al que se le iban las luces.
El Estado parecía en jaque por cuenta de la violencia de los narcotraficantes. Los acuerdos alcanzados un par de años antes en la Uribe, Meta, se habían terminado de socabar en medio de la guerra sucia, el asesinato de miembros de la UP -un exterminio que apenas comenzaba- y otros movimientos de izquierda, el regreso de varios desmovilizados a las armas y el bombardeo a Casa Verde en 1990. La guerrilla de las FARC-EP recrudecía sus acciones y los paramilitares arrancaban una cruzada que desangraría el campo colombiano. Los sueños plasmados en la Constitución de 1991 parecían una quimera.
Y nuevamente, en medio de este difícil panorama, Jairo Rueda ofrecía ese pequeño paréntesis: “A los jóvenes de entonces les tocó el narcoterrorismo y los secuestros de la guerrilla. De hecho, tres días después de que asesinaran a su padre, el hijo de un líder pasó a comprar una tarjeta para su novia”, recuerda. “Creo que un loco que hablaba de amor y luz en medio de la oscuridad sugería un salvavidas donde refugiar la alegría”.
El artista cuenta que fueron varios los caminos que se abrieron en ese pequeño espacio para la alegría. Si cuando arrancaron empezaron atendiendo sobre todo mujeres, porque los hombres eran muy tímidos, con el tiempo estos sintieron la necesidad de responder a las tarjetas con otras tarjetas, así se enredaran con la dinámica: “Estamos hablando a comienzos de los 80, los hombres en Colombia no teníamos derecho a expresarnos por este concepto machista. Por ejemplo, el Día de la Madre uno vendía 10 mil tarjetas, pero en el Día del Padre no. Sentían que su papá los regañaba si le daban eso. Pero, de repente, hubo momentos donde el Día del Padre fue tan importante en ventas como el de de la Madre”. Timoteo se había convertido en un paladín de la ternura.
Y en medio de toda esa barahúnda, Jairo Rueda intentaba entender cuál era el paso siguiente: “Llegaba la gente a decir ‘oiga, pero esto no existe en Barranquilla, esto no ha llegado en Medellín y yo quiero llevarlo’”. Él tenía claro que llevarlo a otros lugares suponía un reto grande, pues parte del encanto era que todo era original, todo era orgánico y todo salía del momento. Algo que no quería que se perdiera.
La solución fue imprimir las tarjetas hasta la mitad para que las completara la persona. Pero claro, la letra de Timoteo ya era una marca de estilo. Una que ha sido usada y copiada por cuanta persona que la haya visto, por lo que, quienes colaboraban, tenían que aprender a hacerla para mantener esa unidad: “Todos empezaron a convertir la receta original del Timoteo, que no se parecía a nada más, en algo que todo el mundo podía tener”.
Pero el reto era aún mayor: “Las personas que iban eran sobre todo jóvenes. El que llegaba se sentía contándole a un amigo o amiga lo que le pasaba, al tiempo que le ayudaba a escoger la frase precisa. Que eso se reprodujera en todas partes fue muy difícil”. Aún así, el vagabundo de enorme nariz llegó a Costa Rica, a Ecuador, a Panamá, a Honduras, a México y tuvo distribución en Miami.
En medio de este apogeo, Timoteo empezó a salir como historieta en el Nuevo Herald, un medio que había nacido en 1976 como suplemento en español del diario The Miami Herald y que se convirtió en uno de los más consumidos en este idioma en EEUU: “Me costó mucho trabajo entenderlo. La comunidad latina que vive en esa ciudad es de una diversidad cultural muy grande, pero Timoteo logró, con su sencillez, que era lo que parecía falto de sal y pimienta, expresarse con todo el mundo”, cuenta Rueda.
Los tiempos irremediablemente fueron cambiando. Las frases larguísimas, que le encantaban a todo el mundo, dejaron de gustar a los más jóvenes: “Entraban a la tienda y decían ‘oiga pero eso está muy largo’. O ‘pero eso está muy cursi, yo no digo eso’”. También en EEUU le dijeron que le iban a quitar el espacio porque era muy carretudo: “Acuérdese que aquí en Miami la gente solo tiene tiempo para leer dos cositas que le ayuden a soportar el día y se fue”, le explicaba su jefe.
Jairo Rueda confiesa que alcanzó a escribir una carta agradeciendo por la oportunidad y devolviendo el espacio. Sin embargo, tras un ejercicio de edición y de quitar cosas, dejó un par de viñetas que fueron avaladas por el medio y que le permitieron seguir publicando. Igual, la gente había quitado palabras de su léxico, cambió su forma de escribir, de expresar y le dio más importancia a lo gráfico. Los dibujos serían cada vez más relevantes y las tarjetas con textos largos se convirtieron en piezas de museo. Luego llegó internet y todo el negocio se tuvo que transformar.
Hace poco, Jairo Rueda hizo una tarjeta que le pidió un hombre que celebraba 50 años de matrimonio -confiesa que son pocas las que ha marcado por este motivo. Además de enviarle su felicitación, le agradeció el poder ser partícipe de ese momento. También atendió a una señora con su hijo adolescente a quien su abuelita le había dicho que si quería que le funcionara la relación, le regalara una tarjeta de Timoteo: “Él, de 17 años, no entiende, pero se arriesga. En el proceso empieza a ver que se marca, que es única. Salió del planeta del meme, de la inmediatez y se atrevió a algo diferente”.
Para él, pese a la diferencia generacional entre una historia y la otra, son personas que se atreven a salir de ese rebaño que nos protege de alguna forma, pero que al mismo tiempo nos inhibe: “El que se atreve a ser distinto le toca más duro, pero logra mejores resultados”. Y al reflexionar sobre el presente, sobre los cambios en la percepción de las relaciones, Jairo afirma: “Son signos de los tiempos, pero considero siempre que es algo cíclico. Volverá a haber una oleada de abrazos, de sonrisas, de cariño porque nos está haciendo falta”, afirma. Para él la ilusión de la juventud es una constante, solo cambia un poco la forma.
Por lo mismo, opina que los tiempos actuales no son peores, que es cuestión de ponerle el ojo a las circunstancias. Eso sí, le sorprende que, mientras compilaba un libro con la historia de Timoteo, encontró viñetas que hizo hace 20 o 25 años y que aún conservan su vigencia de cara a nuestro volátil presente. En una de ellas, por ejemplo, el gorrión decía: “si tú hablas, yo grito. Si tú gritas, yo aúllo. Si tu aúllas, yo disparo. Si tú disparas, yo explotó”. Luego salía el ave negra y echando humo, mientras pensaba: “Al comienzo, lo único que quería decirte es que no estoy de acuerdo contigo, pero podemos entendernos”.
Jairo Rueda retomó su proceso artístico hace ocho años. Regresó a sus orígenes de biólogo y montó su taller debajo de un árbol, literalmente: “Queda en las lomas a las afueras de Bogotá y los maestros son los árboles. A través de ellos, empecé un proceso de descubrir qué otras cosas había dentro de Jairo más allá de Timoteo”, explica. Fue así como llegó a un viejo interés, los nidos: “El nido del que vienes, el nido habitas, el nido qué sueñas”, explica. Durante dos años se dedicó a entenderlos y a tejerlos hasta que los expuso. Y en medio de la muestra un amigo se acercó y le dijo: “Oiga Jairo, usted siempre le daba los nidos, ¿no? Porque en Timoteo el pajarito siempre está en uno”.
“Yo realmente a veces llegué a sentirme inhibido por mi proceso en Timoteo”, confiesa, pero se ha dado cuenta de que el vagabundo seguirá apareciendo porque era también una manera de expresar cosas que quería decir o de hacerlas cómo las quería hacer. “Finalmente es lo mismo que quiero hoy, pero visto desde otra perspectiva”, reflexiona.
Si contamos el tiempo desde esos primeros trazos que dibujaron a Timoteo, son 42 años. Desde la apertura del taller son 37 años. En 37 años quienes conocieron las tarjetas pasaron por el fulgor de la adolescencia, por lo que significa crecer y hoy ya pueden reflexionar sobre el camino recorrido. Para Rueda, Timoteo se parecía a esos jóvenes de los ochenta, a lo que guardaban dentro. Y por eso al mirarlo hay parte del ADN de una generación: “Esos eran sus papás, esos eran sus abuelos”, afirma.
Grande o pequeño, Timoteo se convirtió en un valor cultural en la Colombia de finales de siglo. Un personaje que no cargaba una bandera amarilla azul y rojo, que no era patriotero, ni tenía filiación política. Que, de hecho, es medio andrógeno y no encaja en ningún molde. Pero que, como sentencia Rueda, “era más colombiano que una arepa”. Uno con el que el artista tiene un enorme sentimiento de gratitud porque hasta hoy le sigue enseñando y, a través del cual, le agradece a la gente: “Quiero dar gracias al público, a tanta gente que creyó en esto. El orgullo más grande para mí es haberles servido y haber aprendido. Gracias porque ustedes me ayudaron a entender mi esencia a través de lo que me compartieron”. Y de todo esto vivido, Jairo hace énfasis en que Timoteo siempre nos recuerda la importancia de creer en lo positivo.